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Quejíos

El escritor jerezano Jesús Soto de Paula nos habla sobre su última obra, 'Quejíos', en la que aborda las personalidades geniales de ciertos toreros

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  • Jesús Soto de Paula posa con su último libro, Quejíos -

No soy de los que escriben un libro ya con un título predeterminado, más bien procuro ir desvelando el título que el propio escrito me va sugiriendo. Por ello fue casi en el ocaso de esta obra cuando de manera reveladora el escrito me susurró eso de... quejíos. El gran pintor Eduardo Rosales dijo aquello de: “El cuadro no está terminado, pero está hecho”. Llevaba toda la razón, pues una obra jamás se termina, eso sería algo así como desvirtuarlo, silenciarlo o prostituirlo. A una obra se la abandona, tal como se hace con la poesía o la poesía hace con nosotros, en esa enamorada desposesión. Quejíoses un libro que encierra eso, en esos estados entre lo apolíneo y lo dionisíaco (acordándonos de Nietzsche), en los que se escucha más que se ve, esas personalidades geniales de ciertos toreros. Ha sido el pensamiento apolíneo por donde ha fluido la bizarría de toreros como el Guerra, Gaona, Joselito, Domingo Ortega, cada cual siendo uno, pero todos intérpretes de ese lenguaje de poderío, danza y alegría que, quizás en José Gallito mejor se ha humanizado. Mientras que el instinto dionisíaco se ha amparado más caprichosamente en ese sentimiento de esos Montes, Fuentes, Belmonte, Cagancho, Albaicín… y hasta llegar a Curro, Paula y Morante como esos sufridores que nos han hecho gozar de lo inverosímil. Y en todo ello encontramos el ángel y el duende. El ángel como aquello que se posee y el duende como aquello que nos posee, que es bien distinto. Y ahí claro, no manda nadie salvo el nacer o no nacer con ello. Y es que en el toreo (como en todo arte) se puede aprender todo salvo el estilo, que es aquello con lo que uno nace sin saber por qué. Nace uno sabiendo ciertas cosas que nadie sabe.

   En su día escribí que Joselito era un niño que siempre toreó con la destreza de un hombre, mientras que Belmonte fue un hombre que siempre toreó con la fantasía de un niño. Ambos, José y Juan, hubieron de aprender, claro, todo el oficio que se precisa para lidiar con un toro, pero fue justamente aquello que ya sabían y que no se aprende lo que los distinguió del resto, el ángel de José y el duende de Juan. Y en todo ello que aparece Rafael el Gallo como travesura torera que evoca a la espantá como estilo y suerte propia, haciendo esas diabluras de las que saben mejor que nadie ciertos gitanos. Las diabluras, claro, son la quintaesencia de todo arte. Nada que ver con lo satánico, que es lo malvado. Y es que el diablo también fue hijo de Dios, tal como Jesús, aunque Dios respecto a ello no nos hable. Por ello el ángel caído siempre ha sentido fascinación por ciertos toreros gitanos, pues ve en ellos las diabluras del arte supremo. Esa luz telúrica de Cagancho, tal como esa verónica que aparece en la portada del libro pintada por el sublime Diego Ramos (así como otras en el interior de don Roberto Domingo), nos viene a decir esa música que no se sabe música. Todo ocurre y emana de manera silenciosa, y es que de la música lo que más me gusta son sus silencios, y del silencio lo que más… su música.

   Así, intuimos que existe un arte que vemos y otro que nos hace ver. Pienso que es el arte que nos hace ver el más aforístico que existe, pues a torear, lo que es al bien torear, sólo se puede entre paradojas y aforismos. Sin duda por ello mi anterior libro fue un escrito de aforismos: “Galleando y Belmonteando”, acentuando y agudizando esas greguerías que nos dijera Gómez de la Serna. El aforismo es tan endiablado que no le da tiempo tener miedo. El miedo, que es, diría, lo más torero que existe. Escribo en “Quejíos” que Curro Romero y Rafael de Paula son, sin ser los más valientes, los que mejor se han olvidado del miedo. Lo cual viene a ser el súmmum de todo valor, su culturización misma, en ese olvidarse del cuerpo ante el burel, cuando sus quejíos atronaban en esa voz que se apaga para ya solo oír su eco.

   Mi osadía ha sido pues darle verbo a estos y aquellos entramados, laberintos inconclusos, tan últimos como primeros. Esa palabra escrita que toca a lo indeleble de la vida y la muerte, pues contemplo cada libro como un gustoso morir en él. Existe incluso un extraño aislamiento, de bella inocencia, en ese alejarse del mundo para crear uno aparte. Imagino que algo así debía sentir aquel Antonio Montes, aquel trianero medio sordo, que precisamente por no poder oír al mundo toreaba para oírse mejor así mismo. Y es que para crear lo real, se precisa alejarse de toda realidad. Espero y deseo que gusten de perderse por esas calles y rincones de este libro, acordándome de una de las citas que encierra: “Rafael de Paula cita al toro en la calle Cantarería de Santiago, y lo lleva enroscado a su cintura a la calle Sol de San Miguel”.

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