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Hombre sabio, hombre torpe

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Las leyes, siempre por perfeccionar, ofrecen con demasiada frecuencia a los delincuentes y a los asesinos, vericuetos por donde escurrirse del castigo merecido. Quizás porque quienes tienen que aplicarlas son hombres y mujeres de carne y hueso que no siempre aciertan en su aplicación. En primer lugar, precisamente por eso; por su condición humana. Y en segundo porque la ambigüedad de la legislación, ofrece, en muchas ocasiones, un campo de interpretación demasiado impreciso que expone a la arbitrariedad el dictamen de las sentencias.

Esto no suele ser así en las infracciones habituales de los ciudadanos corrientes, que tenemos muy claro lo que nos espera por pasarnos un semáforo en rojo o por depositar la basura en lugares indebidos. Parece que la justicia está mucho mejor legislada para las faltas menores, aunque casi siempre el castigo sea desproporcionado para estos pequeños deslices.

En cambio, cuando tratamos de asuntos verdaderamente agresivos para la sociedad, observamos escandalizados cómo el correctivo aplicado no se corresponde con la proporción del daño causado. E incluso se contempla un rango escalonado para la aplicación de la pena que irá en función de la categoría del criminal, según su posición en una hipotética pirámide jerárquica-delictiva.

Sirva este escueto preámbulo para dar una breve opinión sobre la noticia publicada en la página 23 de este diario el pasado viernes: “La policía derriba la principal red de venta de cocaína en Cádiz”. Sólo otro titular informando de la desarticulación de un comando de ETA, produce en la gente de bien tanta satisfacción moral; aunque ésta nunca iguale a aquella en complacencia, dado el procedimiento selectivo de la banda terrorista, ante la acción indiscriminada de los cárteles de la droga.

Pocos somos los ciudadanos que de una forma u otra nos vemos libres de esta lacra que azota la sociedad. El que no padece en su familia o en su entorno laboral o de amistades este sufrimiento, lo vive observando impotente a ese pobre yonqui poblador de plazoletas y chutaderos, generalmente joven, condenado a una muerte dramática, habitualmente asociada a la incuria social y el abandono familiar.

Mientras el trágico final del adicto siempre es el mismo; la cárcel, la locura o la muerte, la pena del traficante varía según qué cuentos y qué historias recojan las leyes en los textos legales. Dice el refranero que el hombre es sabio cuando sueña pero torpe cuando piensa. Y yo me pregunto ¿es más criminal el productor de coca en las selvas de Caquetá, que el que adultera la heroína, que un distribuidor, un pequeño traficante o un camello sanguinario camuflado de portero de discoteca o de músico ocasional? ¿Es distinto el dolor de unos padres viendo la irremisible destrucción de su hijo según quién le esté facilitando el veneno? No. El drama de una muerte por drogadicción no debe estar sujeto a especulaciones de culpabilidad. La droga mata y todos sus mercaderes deberían ser juzgados por criminales de igual forma que el que asesina a un inocente de un tiro en la sien o apuñala a su pareja por un arrebato de celos.

Esa nimiedad de acusación y arresto por tráfico de estupefacientes, es una imputación burlesca que ya va siendo hora recrudecer con la misma compasión que muestran quienes atentan contra la vida de los demás.

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