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La tribuna de Viva Sevilla

La condena del cardenal Pell

Mar Leal Adorna, profesora titular de Derecho Eclesiástico en la US, analiza la respuesta de la Iglesia a los abusos tras el caso del cardenal Pell.

Resulta necesario recordar que existen dos procedimientos que son susceptibles de ser iniciados en caso de abusos a menores en la Iglesia católica: el primero de ellos, en el ámbito canónico, que podía llevar como pena máxima, la expulsión del estado clerical del acusado y, el segundo, ante los tribunales civiles, que son los competentes para condenar a los culpables a penas de cárcel y a resarcirles de los daños (no sólo de los morales) que aprovechando su situación de inferioridad le fueron infringidos.

Esta última posibilidad es por la que se ha optado en el caso del Cardenal Pell, que hasta hace muy poco ha ocupado el cargo de secretario de Economía del Vaticano, así como el de consejero del Papa Francisco. Ha sido juzgado por cinco delitos de abusos a menores y condenado, por un Tribunal de Melbourne, a seis años de prisión por la comisión en 1996 de dichos abusos en las personas  de varios niños del coro de la  catedral de St. Patricks.

A pesar de que el juez Peter Kidd recordó al jurado que “no estaban juzgando a la Iglesia de Australia sino a una persona”, circunstancia que él mismo tendría en cuenta a la hora de dictar sentencia, no podemos evitar pronunciarnos críticamente sobre la actitud asumida por esta institución milenaria. Máxime cuando hace muy poco, se ha celebrado en Roma el encuentro sobre “La protección de los menores en la Iglesia”, en el que 114 presidentes de las Conferencias Episcopales venidos de todo el mundo han participado para, en palabras del Santo Padre, “escuchar el grito de los pequeños que piden justicia”.

El Discurso Final del Papa Francisco, pronunciado hace escasamente dos semanas, teniendo en cuenta todo lo que se había debatido en esas jornadas, así como las distintas ponencias presentadas por personas de muy diversa procedencia (tanto mujeres -una teóloga, una periodista, la Superiora General de un Instituto Religioso femenino-, como hombres -cardenales y monseñores-) se centró en ocho puntos sobre los que  la Iglesia católica anuncia que va a fundamentar su itinerario legislativo en esta materia.

En el segundo de ellos, relativo a la “seriedad impecable”, y basándose en el Discurso a la Curia Romana pronunciado a finales de 2018, se establece que “los pecados y crímenes de las personas consagradas adquieren un tinte todavía más oscuro de infidelidad, de vergüenza, y deforman el rostro de la Iglesia socavando su credibilidad”. Así, los abusos sexuales cometidos por el Cardenal George Pell, como consagrado, están revestidos de esas connotaciones peyorativas que “meten aún más el dedo en la llaga” aunque aquéllas pueden llevar, al contrario de lo que ocurrió con Santo Tomás, al debilitamiento de las creencias en la Institución religiosa por antonomasia.

A esa seriedad impecable del segundo punto, se une la “verdadera purificación” del tercero, en el que se reconoce que, a pesar de las medidas adoptadas y los progresos realizados en materia de prevención de los abusos, es completamente necesaria la voluntad de la Iglesia de continuar por el camino de la purificación. ¿Qué mejor modo de recorrerlo que apartando de ella a las personas que representan lo opuesto al mensaje de su Fundador?

Si se acepta la incompetencia de la Iglesia para castigar a los culpables de los abusos con penas de cárcel, puesto que escapa de su ámbito de competencias, lo que la sociedad no está dispuesta a permitir es su inactividad a la hora de resarcir moralmente a las víctimas. Éstas sólo se verán compensadas cuando aquellas personas que, a pesar de estar llamadas a un grado de santidad especial por su condición de clérigos, han fallado -a la Iglesia en particular y a la colectividad en general-,  sean condenadas, no civil, pero sí canónicamente, a la posible pena de expulsión del estado clerical que está prevista en el canon 1395.2º del Código de Derecho canónico.

Esa recompensa moral a las víctimas, ese consuelo, no admite demora. Tal vez el Papa Francisco esté haciendo todo lo posible para ello y, sin embargo, no se percibe así por un gran sector de la sociedad, ya que si bien se ha prohibido al Cardenal condenado el ejercicio público del ministerio y cualquier contacto con menores de edad, el hecho de no ser expulsado de la Institución a la que pertenece sigue levantando muchas ampollas.

No se puede esperar mucho teniendo en cuenta que el tiempo para la prescripción del delito corre: 20 años desde que el menor abusado cumple los 18 es el plazo fijado en Derecho canónico, aunque para casos singulares (¿no lo es un abuso a un menor?) la Congregación para la Doctrina de la Fe, órgano encargado de determinar cómo se ha de proceder en estos supuestos, puede derogar este plazo y sustituirlo por uno superior. Es cierto que en los Tribunales civiles, como bien ha establecido el Juez del Tribunal de Melbourne, no se está juzgando a la Iglesia en su conjunto. Ahora bien, es igualmente cierto que si ésta no actúa con la celeridad necesaria en este tipo de casos asumirá una parte de la condena ante la falta de credibilidad deducida de su falta de diligencia.

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