Ocurrió a mediados de los años noventa. En la redacción de Cádiz recibieron una llamada en la que avisaban del descubrimiento de nuevos restos arqueológicos durante las obras en una calle del centro histórico de la ciudad. En concreto, habían aparecido los restos de un menor que podrían datar de la época fenicia. Lo más urgente en esos casos, cuando aún no se manejaban móviles y, a lo sumo, se disponía de algún busca, era localizar a uno de los fotógrafos para que se acercara al lugar, y quien se encargó de dar el aviso fue lo más telegráfico posible: “Han aparecido los restos de un niño fenicio en la calle...”. No sólo móviles, ni siquiera existían cámaras digitales, con lo que en cada redacción contábamos con un cuarto de revelado en el que los fotógrafos terminaban haciendo cola a última hora de la tarde para tener listo su trabajo y pasarlo a la redacción. Cuando el encargado de cubrir el hallazgo arqueológico entregó sus contactos con las fotos del día al director, éste las echó en falta de inmediato. “¿Dónde están las fotos del niño fenicio?”, le preguntó; ante lo que respondió instintivamente: “No las tengo. El padre no me ha dejado hacérselas”.
No sé si los gritos de la bronca llegaron más allá de la antigua Gadir, ni si al fotógrafo terminó por tragárselo la tierra ante las evidencias de su desfase histórico, pero sí que el mundo de la prensa gráfica está lleno de excusas, lo que tampoco ha ido en detrimento del excelente trabajo que realizan sus profesionales a la hora de contar una historia a partir de la elección del encuadre y el momento adecuado. Lo que aquel día quedó en evidencia no fue el grado de cultura general de uno de nuestros fotógrafos, sino su dudosa habilidad para justificarse -más bien un acto reflejo- al recurrir como coartada a un testigo con más de dos mil quinientos años de antigüedad.
Tendría que rebuscar en la hemeroteca para concretar en qué quedó aquel descubrimiento, pero quien quiera adentrarse con detalle en el pasado de uno de los asentamientos más antiguos de Occidente no tiene más que pasarse por el Museo de Cádiz y visitar su sección arqueológica, en la que se encuentra la colección de restos fenicios más importante del Mediterráneo, incluidos dos sarcófagos, uno masculino y otro femenino, hallados en el intervalo de un siglo: el primero en 1887 y el segundo en 1980. Si además se es admirador de las bellas artes, la planta superior cuenta con una excelente colección pictórica que data desde el siglo XVI hasta el siglo XX, entre los que se incluyen lienzos de Zurbarán, procedentes de La Cartuja de Jerez, la Inmaculada Concepción de Rizzi o el retablo del convento de los Capuchinos de Cádiz en el que trabajó Murillo -y hasta una obra que recrea el porrazo que se pegó tras caerse del andamio sobre el que trabajaba en dicho retablo-.
Además de la Cádiz fenicia, el Museo de Cádiz dedica varias de sus salas a Gades, Carteia y Baelo Claudia, de cuyo yacimiento se conservan la estatua de Trajano, realizada en mármol y que presidía -ahora lo hace una copia- la basílica de la antigua ciudad, y dos figuras recostadas que decoraban el teatro romano, reemplazadas también por copias en el complejo museístico de la ensenada de Bolonia, bajo las sierras de la Plata y San Bartolomé, frente al mar, donde permanece en pie el conjunto urbano romano más completo de la península, entre cuyos restos queda constancia de su factoría de salazón y de los primeros vínculos industriales con el mundo del atún.
Si paseas por Baelo Claudia -es gratis, como el Museo de Cádiz- podrás constatar no sólo la importancia y riqueza histórica de su yacimiento, también los beneficios de la inversión pública en su mantenimiento y proyección turística, con su inclusión además en el Festival de Teatros Romanos de Andalucía; el asombro entre sus cientos de visitantes diarios -una antigua ciudad romana a los pies de una de las playas más fotografiadas de España-; y, en especial, una certeza: todas estas piedras nos sobrevivirán, algo que parecen no tener en cuenta quienes deben evitar que vayamos de nuevo a unas elecciones generales, empeñados en dejar una huella que no está a la altura del momento histórico en que vivimos y en buscar excusas, como la del padre del niño fenicio.