Ningún opositor bielorruso conoce mejor el sistema que Pável Latushko, antiguo ministro, embajador y portavoz de Exteriores. Cree que el presidente, Alexandr Lukashenko, está anclado en el siglo XX, el sistema es irreformable y que el país ya cruzó su particular Rubicón.
“La actual es la primera generación libre de la historia de nuestro país. Esos bielorrusos nacieron después de la caída de la URSS y ya no aceptan recetas soviéticas”, aseguró a Efe.
Lukashenko, el director de una cooperativa agrícola reconvertido en presidente de Bielorrusia, creyó que podía seguir manteniendo el “status quo” represor que forjó con la ayuda del KGB durante más de un cuarto de siglo y cuando quiso reaccionar “ya era tarde”.
“Los bielorrusos viven en el siglo XXI, pero el sistema está anclado en el siglo XX. Ya no responde a las ambiciones y aspiraciones de la mayoría de bielorrusos”, sostiene.
DEPRESIÓN GENERALIZADA
Latushko, de 47 años, se percató de que el país se encontraba sumido en la “depresión” cuando regresó a Minsk en 2019 tras siete años como embajador concurrente en Francia, España y Portugal.
“Entonces, entendí que ya no había fe en una posible reforma del sistema. El país había sufrido una fractura psicológica y ya no había marcha atrás”, comenta.
Considera que el estancamiento del sistema, que recuerda al anquilosamiento vivido por la URSS con Leonid Brezhnev, comenzó hace 4-5 años cuando Lukashenko fue reelegido.
“Los síntomas de degradación son generalizados. El Gobierno no tiene motivación para introducir cambios. No se apoya en ninguna iniciativa y los altos funcionarios no se atreven a hacer propuestas”, señala.
EL TEATRO DE LA PROTESTA
A su regreso fue nombrado director del Teatro Académico Nacional, tribuna desde la que tuvo una vista privilegiada de los excesos del régimen en el que se había curtido y labrado una exitosa carrera funcionarial.
“Hay situaciones que te comen por dentro. Hay fronteras que ya no puedes cruzas. Soy un funcionario estatal, pero soy un hombre de principios. Y llega el momento que tienes que elegir”, explica.
No es el único que se rebeló. Su sucesor en Madrid, Pável Pustovói, fue cesado el lunes en el cargo, entre otras cosas, por pedir en Facebook un nuevo recuento de los votos emitidos en las elecciones presidenciales del 9 de agosto.
Pero sí fue el caso más sonado, ya que Latushko, que fue ministro de Cultura (2009-12), fue destituido justo después de que denunciara la violencia policial.
“No fue fácil, ya que dediqué mucho esfuerzo a labrar una carrera, pero fuimos testigos de tantas violaciones y excesos que llegamos a un punto de no retorno. Entendía que no podía realizarme en esas condiciones. De lo contrario, me estaría engañando a mí mismo y a los demás”, señala.
Eligió manifestar su opinión como diplomático y funcionario cultural. Fue despedido, pero le secundaron la mayoría de actores y directores de una de las principales instituciones culturales del país.
“Me di cuenta de que no estaba solo”, señaló.
JÓVENES EUROPEOS
Mientras Lukashenko está obsesionado con conspiraciones más propias de la Guerra Fría y utiliza el mismo vocabulario anacrónico que los burócratas soviéticos, los bielorrusos que se manifiestan en las calles se sienten europeos.
“Lo que hay que entender es que los bielorrusos ocupan el primer lugar del espacio postsoviético en visados Shengen. Han visto mundo, han viajado por Europa y saben cómo se vive en el resto del continente”, explica.
El propio Lukashenko ha reconocido que son cientos de miles los bielorrusos que han emigrado en los últimos años.
“Emigraron a Rusia y Ucrania, pero también a muchos países de la Unión Europea. Vieron otros modelos y quieren que Bielorrusia siga la senda del cambio. Quieren vivir de otra forma y no quieren mirar atrás”, apunta.
Esos bielorrusos, insiste, no quieren trabajar en fábricas estatales, sino “en multinacionales extranjeras donde puedan tener contacto con las nuevas tecnologías”.
“En Bielorrusia no hay trabajos interesantes para la gente con iniciativa. Nadie quiere invertir en nuestro país”, subraya.
CAMBIO SIN REVOLUCIÓN
Fiel a su formación diplomática, Latushko apuesta por el compromiso y no quiere ni oír hablar de la palabra “revolución”.
“La revolución normalmente implica violencia”, argumenta.
Él prefiere hablar de diálogo entre el consejo coordinador opositor, que la Justicia ha declarado “anticonstitucional”, y el régimen de Lukashenko, que se niega a sentar en la misma mesa que la oposición.
Admite que es posible que las tímidas concesiones de Lukashenko en forma de reforma constitucional e investigación de los excesos policiales sean una manera de “ganar tiempo”, “minimizar el ánimo de protesta” y “salvar la cara”.
“Sea como sea, la sociedad no aceptará retornar al pasado. La violencia no tiene futuro. Debe haber cambios y deben ocurrir mañana y no al día siguiente”, insistió.
DEL CORONAVIRUS A LA CRISIS ECONÓMICA
Todo empezó con la pandemia. El poder adquisitivo de los bielorrusos no ha dejado de caer, pero lo que agotó la paciencia de la gente fue la gestión del coronavirus, que Lukashenko se empeñó en negar.
“Las autoridades y los medios oficiales intentaron ocultar y minimizar el riesgo. Las autoridades nunca reconocieron que la COVID-19 era una amenaza”, señala.
La decisión de no imponer restricciones ni adoptar medidas epidémicas preventivas y ni siquiera prohibir los actos públicos acabó de crear “una masa crítica” dispuesta a protestar en cualquier momento.
Latushko pronostica que esa desconfianza acumulada desembocará en protestas por motivos económicos, un órdago mucho más peligroso para Lukashenko que las multitudinarias protestas postelectorales.
“Si la crisis económica se agrava porque las exportaciones y los ingresos se desplomen, las protestas serán mucho más masivas que ahora. Yo mismo no deseo eso”, asevera.
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Latushko, el funcionario que le dio la espalda a Lukashenko
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