Como es sabido la precariedad de medios era la nota predominante y nuestras clases prácticas, pese a contar con un gabinete al efecto en el instituto, se limitaban a la buena voluntad de nuestros padres que nos permitían hacer experimentos caseros para nuestras clases de física y química con productos adquiridos a granel en las droguerías de la ciudad, entre los que el ácido nítrico, el agua destilada, la lejía, el azufre y pare usted de contar, eran básicos para nuestras necesidades prácticas.
Un equipo formado por Domingo Infantes, Manolo Soria, Enrique Muriel, Nieto Peris, Santiago Sarmiento y el que suscribe, nos decidimos emular a los esposos Curie y para ello recogimos el material pertinente para fabricar una pila volta en el laboratorio casero -un saloncito de mi casa- en los pabellones militares de la avenida de las Fuerzas Armadas.
Nuestra falta de práctica y sobre todo el no contar in situ con un profesor que nos previniese de los peligros de algunos materiales, provocó que el producto conseguido para la famosa pila no fuese el más apropiado.
Así, una vieja marmita militar de aluminio (gran aberración), dos improvisados electrodos de alambre de cobre y una pequeña bombilla, amén de unas monedas de cobre y unas plaquitas de plomo, todo agravado con un buen chorreón de agua fuerte (ácido nítrico), se ubicaron en el interior del recipiente que por supuesto debería haber sido de todo menos metálico. Ni que decir quiere que la reacción del líquido con el aluminio no se hizo esperar y a duras penas pudimos poner la chamuscada vasija en una ventana de las que daban al parque María Cristina provocándose tal humareda que el guarda del recinto llamó a los bomberos.
Es obvio que el bueno de don Higinio, mi padre, fue benevolente y la bronca fue menor por aquello de no menoscabar los impulsos de aprender de aquel grupo juvenil que estuvieron a punto de incendiarle la vivienda.
Recuerdo otra anécdota y ella la rememoramos en varias ocasiones mi buen amigo y compañero de estudios, Pepe Vallecillo (e.p.d), que tuvo como escenario el viejo paraninfo del instituto. Era una lluviosa tarde de otoño y nos habían reunido en el auditorio a profesores y alumnos para seguir una conferencia de un catedrático de literatura llegado de Sevilla.
También fueron invitadas las principales autoridades de la ciudad que ocupaban lógicamente los primeros asientos.
Antes de comenzar la sesión habíamos observado que una puerta situada en el piso del escenario se encontraba ligeramente entreabierta pero no le dimos mayor importancia. El hecho concreto es que el orador se enrolló más de la cuenta y cuando ya había transcurrido una hora aproximadamente, se empezaron a es cuchar unos murmullos que provenían de la zona de la puerta del escenario.
El orador incluso hizo una pausa para beber agua y dirigió su vista a la zona en cuestión, pero imperturbable prosiguió su discurso. No había transcurrido más de quince minutos, cuando la puerta se abrió de golpe apareciendo un hombre de unos cincuenta años con toda la cara llena de negro hollín quien con evidentes síntomas de nerviosismo por su inesperada irrupción espetó a la concurrencia con un: Perdonen ustedes señores pero no podemos aguantar más y hace más de una hora que hemos terminado nuestro trabajo de fontanería.
El cachondeo estudiantil fue de película, aunque profesores y selectos invitados aguantaron el tipo estoicamente tratando algunos de contener la risa ante la inusual aparición, incluso hasta el orador, permitiendo sin más a los sufridos operarios que hicieran mutis por el foro, que ya imaginarán ustedes como abandonaron.