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Escrito en el metro

Un viaje botánico alucinante

Se elegirá para ese viaje botánico a un árbol milenario, lo ideal un roble andaluz en cuya esencia se encierren tantísimas experiencias

Publicado: 25/06/2023 ·
10:36
· Actualizado: 25/06/2023 · 10:36
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  • Hojas de roble andaluz. -
Autor

Salvo Tierra

Salvo Tierra es profesor de la UMA donde imparte materias referidas al Medio Ambiente y la Ordenación Territorial

Escrito en el metro

Observaciones de la vida cotidiana en el metro, con la Naturaleza como referencia y su traslación a política, sociedad y economía

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Como en aquella película en la que Raquel Welsh recorría en una minúscula nave el cuerpo humano, es fácil imaginar que un día podamos realizar un gran viaje a través de un árbol para instruirnos de cuantas lecciones aun nos quedan por aprender. La nanotecnología seguro que proveerá, más pronto que tarde, de un vehículo como aquel submarino Proteus que atravesaba arterias y venas para llegar a los más recónditos órganos de nuestro cuerpo. Se elegirá para ese viaje botánico a un árbol milenario, lo ideal un roble andaluz en cuya esencia se encierren tantísimas experiencias. Tras detectar con georradar los extremos de sus raíces se inyectaría la microscópica nave en esos delicados y tenues pelos radiculares por los que bebe el líquido elemento enriquecido con algunos elementos básicos. Rápidamente un torrente de savia bruta impulsará a nuestra capsula en un ascenso vertiginoso, en un viaje desde el suelo profundo hasta las más elevadas hojas a más de cincuenta metros de altura. Una distancia que parece ridícula, pero que es el equivalente en esas microscópicas dimensiones a dar la vuelta al mundo, es decir un viaje de más de cincuenta mil kilómetros. Toda una proeza considerando que se trata de vencer la gravedad a través de unos finos túbulos, limitados en sus extremos por fronteras infranqueables, y que mantienen el flujo gracias a ventanas laterales que hay que ir sorteando con la destreza en el joystick de un buen jugador de videojuegos. La velocidad de ascenso en vertical será de treinta kilómetros por hora, gracias a la absorción que esos pequeños poros de las hojas, que conocemos como estomas, ejercen con extraordinaria eficacia. Al llegar allí encontrará nuestra nave la fábrica de las sustancias necesarias para la vida. Una compleja maquinaria bien engranadas de moléculas hará que, con una materia prima tan básica como agua y ese dióxido de carbono, que expelemos los animales al respirar, produzcan todo aquello que hace posible que funcione la biosfera. El viaje de vuelta con la sabia elaborada será aún más complicado, los tubos de canalización ahora no son huecos, sino que contienen células vivas a las que hay que pagar un peaje para llevar los productos elaborados a flores, frutos, yemas, ramas y nuevas hojas. La logística vuelve a ser de una exquisitez y eficiencia tan extrema que el colapso solo se produce momentáneamente cuando algún impacto externo pueda dañar el sistema, pero la reposición es tan inminente que todo vuelve a fluir con precisión. La velocidad de descenso se homologa a la de ascenso para no perturbar el sistema, así hasta llegar a los órganos subterráneos, en donde además le espera una rizosfera en la que cientos de organismos de manera cooperativa son capaces de mantener uno de los territorios más desconocidos y necesarios, el subsuelo.

Aquel Viaje alucinante a través del cuerpo humano inspiraría a tan grandes intelectuales y artistas como Asimov o Dalí. Hoy más que nunca hemos de aprender de estos procesos para construir una visión biofílica de nuestro hábitat, de nuestras viviendas y edificios, de nuestras infraestructuras, en suma, de nuestras ciudades. Estoy convencido que mi buena amiga y gran arquitecta Susana Bujalance aceptará, aunque sea a regañadientes, que hay una arquitectura e ingeniería vegetal de alta precisión artística y tecnológica.

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