Cuando yo era poco más que un niño, un adolescente sin duda adanista, debí decir algo que me pareció muy feminista, algo en el sentido de que, si las mujeres de la generación de mis padres hubiesen trabajado y no fuesen mantenidas económicamente por los maridos, el machismo no seguiría tan fuerte. Un poco más tarde mi madre me cogió aparte y me dijo que no le había gustado lo que yo había dicho. A las mujeres no las mantienen los hombres, me dijo. Papá trabaja fuera de casa y yo trabajo en casa. Es una decisión, me dijo. Algunos matrimonios toman otra.
Yo era poco más que un niño, como dije antes, pero me di cuenta de que no le tenía que explicar a mi madre de qué iba la vida y, más allá, me di cuenta de su grandeza moral porque jamás, ni para defender su postura, su acuerdo, ni por cualquier otro motivo, la había escuchado criticar a los matrimonios que tomaba otra decisión, a las mujeres que tomaban otra decisión y trabajaban fuera de casa. Yo no le tenía que explicar a mi madre de qué iba la vida, por supuesto, ni antes ni ahora. Ella trabajó en Astilleros como secretaria y me contaba que las mujeres, a las que los jefes llamaban
las niñas, rendían el doble que los hombres, se les pedía el doble y no descansaban ni para fumar ni para nada. Le he escuchado un porrón de veces la palabra machismo, pero solo recientemente la palabra feminismo, y creo que eso es una buena medida de lo solas que se han encontrado las mujeres como ella frente al monolítico patriarcado.
Mi madre es de esas mujeres que de niña tuvo que visitar a su padre, mi abuelo, a la cárcel, condenado por el franquismo debido a actividades subversivas, es decir, porque se reunía con otras personas para intercambiar libros y hablar de política. Aunque siempre escuché a mi padre decir que Franco era un cabrón, aportaba otros matices a ese contexto relativos al pleno empleo y la seguridad en las calles. Mi madre sabía, porque nadie le tenía que explicar lo que es la vida, que las calles serían seguras en todo caso para los hombres, porque para las mujeres no eran seguras ni las oficinas, pero que metiendo en la cárcel a prácticamente cualquiera por prácticamente casi cualquier cosa, aquello no tenía mérito. Es un producto doloroso de su época en el sentido de que siempre ha sabido lo que está bien y lo que está mal, siempre ha protestado ante los beneficios inherentes al hombre por el hecho de ser hombre, siempre ha sabido detectar el machismo, pero estaba seguramente sola y, como he dicho, carente de la herramienta de lo que llamamos feminismo y que yo englobo en el marco de la sindéresis: la capacidad innata para distinguir lo que está bien de lo que está mal.
Pero, sobre todo, mi madre es una reparadora. Siempre ha llevado en sus hombros el peso de las grandes decisiones para procurar el mayor bien a los demás, pero no de modo sometido, sino autoconsciente, porque, como me dijo un querido amigo hace poco: «tu madre es una de las mejores personas que conozco». Una persona que es buena, y punto. Cómo se ha aprovechado el patriarcado de esa predisposición a no rompery cómo duele que eso se confunda con el sometimiento.Porque mi madre nunca ha sido una mujer sometida, sino responsable. Creo que esa es la palabra que mejor se le puede atribuir: aquella persona que sabe que, en casi cualquier circunstancia, se puede hacer algo más, algo mejor, y que nunca se escaquea. Mi madre recogería su escudo y se levantaría frente a Thanos y su ejército. Ordenaría a los hombres del Puente Cuatro: «¡Levantad el puente!» Porque la heroicidad no trata de romper, sino de reparar y proteger, y el feminismo, como mi madre, es medicina y justicia, el bien frente al mal.