En la escalinata de un enorme local vacío, en donde otrora hubo un concesionario de coches lujosos, hoy podéis ver una agrupación de cajas de cartón cuya performance bien podrían estar exhibida en un museo de arte contemporáneo. El título de la obra sería ‘el otro portal’. Si por un plátano pegado a una pared se ha pagado más de cien mil euros, esta sofisticada obra, por su contenido formal y contextual seguro que se cotizaría por más del doble. Además es una obra viva, ya que en ella habitan seres singulares.
A fuerza de no querer verlos los hemos acuñado con el gentilicio de homeless, uno más de esos anglicismos que carcomen nuestra lengua, En verdad son vagabundos sin techos, esos que a tantos gustaría que fuesen invisibles, ya que les avergüenzan en medio de una supuesta ciudad de moda. Pero existen, y son una realidad pendiente.
Primero llegó él, y acopió cartones sin orden alguno. Luego llegó ella, que a pesar de su embarazo se dedicó a duras penas a adecentar el reducido espacio. Por la noche salían con carritos de supermercados a recoger cuanto podían de los contenedores de basura, sumergiéndose hasta sus más recónditas profundidades. Estos momentos del año disfrutan con la colecta de ropas y viandas desechadas desde el cruel consumo.
Me paro frente a estos vecinos de adviento y veo en ellos la recreación de lo que relata una historia considerada sagrada de lo ocurrido hace dos mil años. Es un nuevo portal de Belén, otro portal en versión 21. Qué poco hemos cambiado, incluso se intuye como el ejercito de Herodes, en forma de buldócer, pronto hará que tengan que huir hacia no se sabe dónde.
Los más jóvenes, obligados a alejarse de la realidad, ven en ellos a esos mitificados muertos vivientes o zombis, en vez de ver que hay mucha vida y mucha alma trastocada por acontecimientos que jamás conoceremos.
Hubo un tiempo que los vagabundos fueron admirados, y se dedicaron a ellos canciones y poemas, como aquel del poeta Serrat, que se me viene a la memoria cada vez que veo a estos vecinos tan singulares. Noto que en su interior también claman aquello de ‘harto ya de estar harto, ya me cansé, de preguntar al mundo por qué y por qué’. Cuando el mundo era un enigma, indescifrable, hasta la llegada de pantallas que te acercan desde los profundidades abisales hasta las más altas cumbres, desde los valles perdidos hasta las más espesas selvas, muchos soñaron en deambular en libertad entre el cielo y el mar: vagabundear.
