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La talla del banquero

Un individuo decidido, uno de esos espíritus arrojados a los que nada arredra, tiene, gracias al sistema capitalista, la posibilidad de invertir sus esfuerzos y propiedades en la fundación de cualquier empresa, sea cual sea su campo de actividad...

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Un individuo decidido, uno de esos espíritus arrojados a los que nada arredra, tiene, gracias al sistema capitalista, la posibilidad de invertir sus esfuerzos y propiedades en la fundación de cualquier empresa, sea cual sea su campo de actividad. El libre mercado ofrece tales oportunidades. Nada está vedado a quien sueña con un futuro próspero y empeña sus energías y patrimonio en el deseo de conquistarlo: una zapatería, una peluquería canina, un restaurante tailandés, una conservera dedicada en exclusiva al berberecho, una ortopedia especializada en suspensorios, el gabinete de un callista, una academia de punto de cruz, un consultorio sentimental, una sombrerería militar, una fábrica de tapetitos manufacturados para el televisor, una clínica veterinaria…

Cualquier cosa, amigo emprendedor, cualquier cosa. Bueno, cualquier cosa menos un banco. El capitalismo es un sistema concebido a la medida de cada hombre. Un rufián de baja estofa tendrá a su alcance la dirección de una licorería clandestina, de una oficina de peristas o de un canódromo donde se organicen carreras ilegales. Un caballero, nacido en el seno de una familia de abolengo, amamantado por corpulentas nodrizas extremeñas y educado por enjutos preceptores ingleses, estará condenado a patronear con mano firme los destinos del primer banco nacional. Pero si, como en ocasiones sucede, el de la licorería se sobrepone a su humilde extracción social y (ya sea por un hado afortunado, por sus propios méritos personales o por un inusual talento para el latrocinio) hace fortuna, lo que se dice una auténtica fortuna, las medidas del hombre en cuestión pueden modificarse.


Si tal cosa sucede, el licorero podrá, a su vez, fundar una familia a la que el dinero proporcionará una buena porción de abolengo y un ejército de amas de cría lo suficientemente numeroso como para dejar ahítos a generaciones de lactantes famélicos. De hecho, y aunque carezcamos de datos que lo corroboren, se nos infunde que los tatarabuelos de nuestros más afamados banqueros bien pudieron forjar sus emporios destilando orujo y rellenando garrafas con litros de anís del mono falsificado. Al fin y al cabo, el negocio tampoco es tan diferente. De entre todas las tallas de ciudadano que ofrece el mercado, la del banquero es la mayor que se dispensa, si es que hemos de creer, como debemos, en la ética capitalista y en sus incontestables valores morales.

Un banquero es un modelo, un espejo sobre cuya bruñida superficie refulge la estampa de aquél que todos quisiéramos ser. No hemos de olvidar que todos y cada uno de nosotros somos, en distinta proporción, proyectos frustrados de banquero. Esto no resulta difícil de explicar.

Un español como Dios manda ocupa sus ensoñaciones con la fantasía de convertirse un día en un preboste de las finanzas, en un gerifalte de la gran banca.
En este anhelo sacrifica sus noches y sus días.

La envergadura de la empresa, sin embargo, conduce a la inmensa mayoría al más estrepitoso de los fracasos.
Pero, aun en la derrota, siempre permanece algo del banquero que en un tiempo quisimos ser y no pudimos, una pálida sombra, un reflejo súbito e inadvertido.

Y es entonces cuando nos convertimos en el tendero que estafa en el peso de las cebollas, en el tabernero que da foie de gato por foie de liebre, en la celebérrima estrella del cine porno que debe sus admiradas protuberancias a un par de gruesos calcetines de montaña hábilmente plegados…

El banquero, en su condición de referente inexcusable del hombre común, encara los tiempos prósperos con el ánimo sereno de quien sabe que en la bonanza el beneficio será mayúsculo.

Su gallardía no será menor en los tiempos de crisis y zozobra. También entonces mantendrá la frente altiva en la certeza de que, cómo no, en esta coyuntura la ganancias no dejarán de acrecentarse.
El capitalismo, en estas tallas grandes mucho más que en las pequeñas, da de sí una barbaridad.

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