En realidad no sé cuántas veces había soñado con apuntarme en la que iba a ser mi hermandad. Sentía una gran y sana envidia infantil cuando veía a otros niños en el cortejo de la procesión con sus flamantes túnicas moradas, perfectamente planchadas y con sus cíngulos y cinturones de esparto dorados, tocando las viejas campanillas o con pequeñas horquillas imitando a los cargadores de Jesús Nazareno y su Madre del Traspaso.
No entendía cómo aquellos niños podían disfrutar de algo que yo tanto deseaba y que mi pobre madre no podía comprarme. Con razón, ella se preguntaba cómo iba a comprarme una túnica de nazareno si en casa apenas teníamos para comer. Además, me decía con profunda tristeza que con unas alpargatas viejas y roídas me dejarían vestirme de hermano.
Esa Madrugada del Viernes Santo, cuando terminanos de acompañar a Jesús Nazareno, al llegar a San Juan de Letrán, le miré fijamente a los ojos y del alma me salió la siguiente pregunta: “¿ Y yo, por qué no?”. El amoroso y triste abrazo de mi madre quiso frenar mi rebeldía infantil, diciéndome: “Si cuando seas mayor crees en Él como yo, verás que nunca te defraudará”.
Cuando sus muchas oraciones fueron finalmente escuchadas y Jesús la llenó de esperanzas cumplidas por su cimentada Fe, pude estrenar mi primera túnica.
Aquella Madrugada sus suspiros, oraciones y lágrimas parecieron más livianas, pero sin embargo, la mirada de la Virgen le traspasaba de nuevo el corazón, mientras yo la observaba de reojo, no entendiendo por qué la tristeza se apoderaba de nuevo de ella.
Entendí que en esos momentos estaba compartiendo los dolores que en una madre producen los padecimientos sus hijos. Identificada una Madrugada más con los sufrimientos de la Madre de Jesús. Ella apenas pudo disfrutar de la primera túnica de su hijo.
En aquella primera túnica estaban impregnadas todas sus devociones y esperanzas. Por eso, cuando una Madrugada más hizo su última estación de penitencia, sería aquella túnica la que, con su farol, emprendió junto a ella un nuevo Vía Crucis glorioso.
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