Ya se sabe que los Reyes Magos le llevaron al Niño oro, incienso y mirra. Eso dice la tradición y es lo que la gente ha asimilado a través de los siglos. Además, siempre vemos a cada uno de los Reyes Magos llevando sobre sus respectivos camellos esas tres ofrendas, como si no tuvieran regalos que acarrear para todos los niños del mundo. Del oro para qué vamos a hablar con la de tiendas que siguen apareciendo todos los días con motivo de la crisis comprando oro al mejor precio. Es el metal más codiciado. Por él se presiona, se pelea e incluso se mata si hace falta.
En la Edad Media todos los intentos de convertir en oro cualquier cosa fueron en vano, y mira que lo intentaron. Y por si fuera poco el Rey Midas se arrepintió toda su vida de su deseo malogrado de convertir en oro todo lo que pillara. Al final terminó tan harto de oro que lo daba todo para conseguir algo de comida que no estuviera hecho del maravilloso metal. Podríamos hablar largo y tendido también del incienso, pero hablar del incienso en La Isla es inútil, porque cualquier capillita sueña con él a todas horas. Es el precursor de la Semana Santa y su simple olor sabe a paso, a cirio y a crucificado. Sin incienso no existiría la Semana que dicen Santa, como si las demás fueran pecadoras empedernidas.
Por eso lo suyo es dedicar unas palabras a la mirra, eso que nadie sabe qué es, pero que todo el mundo lo lleva en la boca cuando se habla de los Reyes Magos. La palabra procede del latín myrrha y ésta del griego. La mirra proviene de una planta del Oriente Medio y es una resina olorosa muy cara utilizada como perfume. Así como el incienso era considerado como el perfume de la inmortalidad, la mirra simbolizaba la naturaleza humana. La mirra es el perfume del erotismo. ¿Quién lo iba a decir?
A partir de este punto, manden a los niños a la cama y pongan el cartelito de mayores de 18 años, porque lo que sigue es fuerte. Mirra era una joven princesa que concibió un loco enamoramiento de su padre el rey Cíniras. Como en todos los sitios cuecen habas, la nodriza de Mirra engañó a Cíniras y llevó hasta su cama a una joven bellísima enamorada del rey.
Resulta que esa joven era su hija Mirra, la cual se acostó repetidamente con su padre, hasta que éste se dio cuenta de la barbaridad. Mirra se quedó embarazada y su padre, horrorizado por el incesto, persiguió a su hija con ánimo de acabar con ella. Evidentemente Mirra podía correr menos que su padre a causa de la barriga que llevaba, por lo que suplicó a los dioses que tuvieran piedad de ella.
Los dioses la convirtieron en un árbol que lloraba su desgracia en forma de lágrimas perfumadas. Cuando llegó la hora de parir, Mirra, rasgando su corteza, dio a luz a un niño bellísimo envuelto en perfume: Adonis. Tan bello era, que Afrodita, diosa del amor, y Perséfone, diosa reina del mundo de los muertos, se lo disputaron y terminaron siendo sus amantes. Adonis pasaba una parte del año con cada una de ellas, hasta que Perséfone, celosa, envió un jabalí que lo mató para que, ya muerto y sin poder moverse, se quedara siempre con ella y no con Afrodita.
Recordando estos hechos, los atenienses, que no se privaban de nada, celebraban las fiestas adonias con amantes, banquetes y perfumes. Por eso la mirra, producto y savia del árbol de Mirra, era el perfume más afrodisíaco, porque había conseguido unir los dos polos más opuestos y prohibidos, lo más contra natura: a un padre con su hija. Hasta aquí el mito, la leyenda y la fabulación.
Y como la mirra era tan apreciada, la historia hizo que fuera el tercer regalo que los Reyes Magos le llevaron al Niño. ¿Queda claro? Así que a partir de ahora, por favor, expliquen al que les pregunte que la mirra, aparte de ser una princesa excesivamente precoz y golfa, era un perfume que quitaba el sentido. Y es que no es oro todo lo que reluce. Ni incienso.