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A tres trasbordos

Se ha levantado la primera de la casa, aunque eso yano es ningún méritodesde que enviudó y vive sola...

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Se ha levantado la primera de la casa, aunque eso yano es ningún méritodesde que enviudó y vive sola. Aún era de madrugada, así que ha dejado recogido el piso con las lámparas encendidas. Como siempre, primero su casa, luego su casa y después su casa, y al final, si le sobraba tiempo y ganas, ella. Pero no se arrepiente. Piensa esto mientras se pone laropa, digna y humilde, comprada con lo que le sobra de su pensión tras pagar los gastos de la casa, comprar comida y arrimar algo de dinero a sus hijos, a quienes la maldita crisis ha dejado en paro. Los nietos son cosa suya, mientras tenga fuerzas nada les faltará. Se perfuma con colonia de baño y se coloca el pañuelo en el cuello para no coger frío en la parada del bus. Antes de salir, se persigna ante la fotografía de aquel a quien va a ver cara a cara dentro de poco, lo que tarde en hacer los tres transbordos de autobús.

Nunca se levanta tan temprano, ni siquiera para ir al instituto; eso cuando va, porque últimamente anda por ahí con sus colegas sin hacer nada para disgusto de sus abuelos. Una litro en un banco del barrio y pitillos compartidos con sus coleguitas, así mata el tiempo. Se las da de duro, no quiere mostrar sus miedos y su rabia, sobre todo su rabia contra ese a quien su madre se encomendaba cada vez que la cosa se ponía jodida. Pero ella ya no está, se la llevó ese mismo a quien tanto rezaba, le dijeron para consolarlo; de su padre, no quería oír hablar. Rumiaba  esto mientras intentaba lograr ese peinado imposible frente al espejo. Ya peinado, hizo ademán de quitarse el pendiente, pero desistió. Se puso el perfume de los chinos que imitaba una conocida marca y salió del piso sin hacer ruido para no despertar a sus abuelos. Ya en la calle, encendió un cigarrillo, se encorvó para protegerse de la rasca y caminó hacia la parada del bus. Le había prometido hacer aquella visita cada año, una cita con la memoria de su madre de la que le separaban tres transbordos de autobús.

Desde que lo despidieron dormía mal, eso cuando dormía, así que no le costó demasiado esfuerzo ponerse en pie a las primeras claras del alba. El barrio, en el extrarradio y sobre cuya lejanía sus ex compañeros le gastaban bromas, estaba solitario. No encendió la luz por no molestar a su mujer y a los niños, aunque las bombillas estaban demasiado acostumbradas a no encenderse para recortar gastos. Se dio cuenta que la chaqueta tenía un roto bajo la axila, pero no había otra, así que se propuso no levantarel brazo para ocultarlo. Hoy es día de corbata, pensó, anudándosela que utilizaba para ir a trabajar, y que ahora estaba raída. Para oler bien, se echó en las manos el agua de un bote de cristal, donde había metido una ramita de romero, zumo de limón y un poco de alcohol de curar.Cogió el euro con cincuenta que dedicaba al único lujo diario que se permitía, un café, para gastarlo, en esta ocasión, en el billete. Bajó a la calle y anduvo hasta la parada del autobús. Allí comenzaba un viaje de tres transbordos hacia la única esperanza que quedaba para quienes se ahogaban en la más absoluta desesperanza. 

Últimamente casi no pegaba ojo. Desde que le comunicaron el diagnóstico, tomaba somníferos. La víspera no quiso tomarlos, no fuera a quedarse dormida precisamente aquella mañana. Se acicaló ante el espejo y durante un buen rato se miró preguntándose si sería la última vez que iría a verlo con aquel aspecto, si lo que se le venía encima cambiaría su apariencia. Sintió un vértigo atroz que la hizo salir del aseo apresuradamente. Fue a buscar la medalla con el cordón morado que alguien le regaló nada más conocer su enfermedad. Se la colgó al cuello, por dentro de la camisa, y guardó las pastillas que debía tomar en el desayuno. Por si acaso, cogió las del mediodía. Salió a unas calles desiertas a esas horas y se dirigió a la parada del autobús. Se resguardó del frío en la marquesina; no podía acatarrarse a pocos días de su intervención. Sabía que se sentiría más segura cuando, tras tres transbordos, depositara sus temores ante él.

Esta es la fiesta que se nos acaba de morir, y cuya resurrección, personal y colectiva, siempre se encuentra a tres transbordos de autobús en San Lorenzo.

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