El saludo es tan antiguo como la propia existencia del ser humano, y sus diversas prácticas o formas están en relación directa con las costumbres y la manera de vivir de los distintos pueblos. Sabemos que los egipcios saludaban inclinando el cuerpo mientras bajaban una mano en señal de respeto. Los griegos y los romanos se estrechaban la diestra, levantando el brazo en alto y con la palma de la mano extendida los romanos. En cuanto al saludo entre los judíos equivalía a una inclinación de cabeza y a besarse y abrazarse.
Es durante la Edad Media cuando el trato social se refina, descubriéndose la persona ante las que son el objeto de su saludo. En el siglo XVII se establece la moda de besar la mano de las damas, costumbre que aún impera en nuestros días, sobre todo en determinados actos sociales de relevancia. Pero, en términos generales, el saludo queda reducido hoy a estrecharse la mano sin más. Si bien, son las circunstancias quienes van a determinar la fórmula del saludo, supeditándose éste a la consideración y admiración, lo mismo al grado de proximidad o parentesco, amistad, estimación y conocimiento que exista entre las personas de una misma colectividad.
De todas maneras, el saludo no siempre se manifiesta o se ejecuta con la sinceridad que sería deseable. Pues, son muchas las veces que se nos alarga la mano por puro compromiso, o bien se nos saluda de mala gana, sin apenas mirar a quien saludamos, con un casi cómico e imperceptible arqueamiento de cejas. Otras veces, se elude de modo cruel y disimuladamente el saludo de las personas que se conoce o con las que se ha convivido en momentos un tanto especiales de nuestra vida. Y se elude, porque se está seguro de que de la amistad y el conocimiento que se tiene acerca de estas personas no se va a sacar el provecho que anhelamos. En cambio, se exagerará el saludo y se darán vivas muestras de una redomada cortesía en la presencia de aquella persona de relativa importancia, pero cuya amistad interesa conservarla por encima de todo, porque a su sombra y a expensas de la misma se acaricia la idea de medrar y obtener toda clase de dádivas.
No, no siempre el saludo es sincero. Y en sus múltiples manifestaciones hay mucho de rutina, de excesivo formulismo, de un absurdo protocolo y de una más que condenable falsedad. Está demostrado, y esto se puede constatar en el día a día de cualquiera, que del interés que podamos despertar en otros de nuestra profesión, posición social o circunstancias peculiares en que nos desenvolvamos, va a depender el que se nos tenga en un mayor o menor grado de consideración, tratándosenos, por ello, con más o menos calor y afecto. Que, sin duda alguna, mientras más preeminente sea el cargo que ostente una persona, mayor será la corte de sus aduladores y mayor el número de hipócritas que le rodeen.
El saludo
De todas maneras, el saludo no siempre se manifiesta o se ejecuta con la sinceridad que sería deseable
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