Lo reconozco, Esperanza Aguirre es una de mis fijaciones. Tal vez porque encarna una derecha sin complejos que proclama la superioridad moral de los valores conservadores, a cara descubierta y no de forma vergonzante como Rajoy y tantos otros. Es natural que la derecha tenga motivos para no presumir de su pasado reciente, en cambio Aguirre saca pecho, aunque para eso tenga que reinventar la historia. Pero ella no se amilana, ni tampoco se refugia en imposturas, simplemente se muestra tal cual es, como cuando dijo que a ella también le costaba llegar a fin de mes porque la factura de la calefacción de su palacete era demasiado elevada.
Su última iniciativa todavía está dando que hablar, la de promover una norma reconociendo a los profesores como autoridad pública. Poco después, anunció además que volverán las tarimas a las aulas, como signo inequívoco de la autoridad que debe investir al maestro.
En tiempos de crisis, es habitual la tentación de restaurar los viejos usos y costumbres. Lo que ocurre es que un real decreto puede endurecer las sanciones pero no restaurar los valores sociales. Las medidas de Aguirre, pueden que seduzca a muchos profesionales y padres desencantados con la actual organización del sistema educativo, pero no devolverán la autoridad al profesorado. Pueden bajar la edad penal a los doce años, pueden poner policías o vigilantes a las puertas las escuelas, pero los problemas seguirán ahí, porque en el fondo de lo que estamos hablando es de reconstruir los cimientos de la institución escolar, en medio del descreimiento y desconcierto generalizado que caracteriza a la sociedad posmoderna.
El maestro de escuela estaba investido de la autoridad que le confería la institución escolar. Su vocación era su fuerza. La escuela, además era una perfecta correa de transmisión de los valores sociales. Es cierto que había desviaciones y conductas hipócritas pero el marco general era incuestionable. La autoridad docente provenía de la legitimidad de la cultura escolar que entonces nadie cuestionaba. No hacía falta que el maestro tuviera una norma legal que lo invistiera como autoridad pública porque a los ojos de las familias y de todo el mundo ya lo era.
Hoy la escuela recibe múltiples demandas y presiones. El mercado de trabajo, por ejemplo, le demanda una formación a su medida, de forma que ya no es tan importante la legitimidad para educar en valores como la utilidad social. Por otro lado, si antes a la escuela accedía una élite social, dejando al margen las capas sociales más humildes, hoy el acceso universal a la educación hasta los dieciséis años complica necesariamente todo. Siendo como es un avance social indiscutible, al mismo tiempo traslada las tensiones sociales también al seno de la escuela.
El oficio de profesor se complica notablemente. Debe adquirir nuevas competencias para desarrollar su trabajo y además, derrumbados los dogmas, erosionada la legitimidad escolar, debe construir él mismo el marco simbólico de su actividad. En otras palabras, debe ganarse la autoridad porque nadie se la da ya de antemano. Ni las familias, perdidos en su rol de padres, ni las empresas, que pugnan por una enseñanza tecnificada donde la gente piense poco.
El camino es otro y desde luego no parece que las salidas a la crisis de la institución escolar estén desligadas de otros problemas sociales. En esto la escuela está acostumbrada a vivir dentro de la paradoja, como cuando tiene que promover los valores de la igualdad y del respeto a la diferencia al tiempo que se promulga leyes que declaran ilegales a las personas por el hecho de no tener papeles.
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