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Una feminista en la cocina

Unos calzoncillos

Qué más da lo que los demás sientan cuando un propósito acuciante estalla en nuestra gónadas

Publicado: 04/06/2021 ·
08:03
· Actualizado: 09/06/2021 · 12:31
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Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Entran a tu casa a robar, amenazándote con un cuchillo. Te violan disimulando acento cañí y luego te visitan por dos veces para intentar librarse de la condena. No es Berlanga, sino Arcos en plena sierra gaditana entre embalses que ponen a piragüistas en campeonatos internacionales con mucha honra. Es la confirmación de una sentencia a diez años, a uno que se puso unos calzoncillos en la cabeza para ir a violar a una mujer que dormía. Porque qué más da lo que los demás sientan, qué más da cuando un propósito acuciante estalla en nuestra gónadas, que fulmina todo lo demás borrándolo al instante.

Les cuento… Me llega un mensajero cuando los gemelos estaban en plena dispensación de biberones. No podía darme más prisa para abrir la puerta y el mensajero me tira el paquete por encima, sin esperar ni a verme la cara. Nos quejamos a la empresa. Vuelve -como el violador encapsulado en los calzoncillos- una primera vez. Esta, sí me quiere ver la cara para decirme que le pueden despedir por nuestra queja. Aduce hijos y familia a su cargo, como el de los calzoncillos aduce mentiras y tonterías mientras se toma una cerveza con el hijo de la mujer que ha violado. En una segunda visita- del mensajero lanzador de paquetes al aire- ya me dice que su cuñado (que es quien lo ha enchufado en el empleo) va a dar la cara por él para que ni le roce la queja, que como somos muy mala gente le hemos puesto. Igual que el de los calzoncillos va a ver por segunda vez a casa de su víctima (la pobre mujer ya no está hospitalizada y puede hablar directamente con ella) para decirle que diga que ha sido su primo y así él se queda libre. Y es que la gente es de Berlanga, por mucho que los moldees para que sean de Disney. Valleinclanianos que pasean sus fábulas mientras se convierten en grandes cucarachas que jodernos el paso a todos los demás. El de los calzoncillos en la azotea degustara cárcel y se quejará de la poca empatía que ha tenido la mujer con él. “Ya ves, por un polvo sin cuchillo”, dirá. Porque lo soltó para violarla a gusto, cogiéndolo después para robarle todo el dinero que la mujer tenía en su casa. 

Uno de los detenidos por la violación grupal.

Decían que la pandemia nos haría más libres, más humanos y más conscientes de la temporalidad de todo, incluida la de nuestra mierda de civilización. Pero no. Somos carne de calzoncillos mutados, lanzadores de paquetes mucho antes de la era Amazon y gente sinvergüenza. Sonetos mal rimados , endecasílabos sin límite de asonancias, malsonantes por definición porque la sensibilidad, la empatía, el amor o la honorabilidad se han esfumado para usarse como eslogan en las carteleras de las plataformas digitales o en los gatitos que obligan a posar para conseguir lake.Todos tenemos hijos, pero no somos colmena. No tenemos Reina que nos guie, ni se sacrifique por nosotros, recluyéndose para hacernos más grandes o más fuertes. Los que aun aguantamos no somos más que anuncios de neón de otra época guardados en almacenes polvorientos, boqueando metáforas ancestrales y dando consejos que en tik tok no durarían ni un microsegundo. A veces no entiendo ni por qué escribo cuando nadie lee. Pero no me extraña en una sociedad que vaga por el desierto sin Moisés al frente, sin dioses que picar en piedra, sin libros que echarse al costal, sin hambre de triunfos, sino de rencillas, de arrancar, de pernoctar en casa ajena y violar a la hospedera de turno.                                                                           

Porque no somos humanos sino humanoides, parásitos de cuerpos y mentes, pirómanos de bibliotecas y asambleas, de ágoras donde las grandes mentes fundaron los cimientos de la que pensábamos iba a ser nuestra gloriosa civilización. Todo eso se lo ha llevado la violación cometida por un prenda que se disfraza con unos calzoncillos en la cabeza. Todo, un mensajero chuleta que te echa en cara que no sueltes a tus hijos lactantes para abrirle la puerta a él, porque puertas o labios vaginales siempre tienen que estar bien dispuestos para el que venga llamando a trompicones. Porque son esencia de rata, de excremento de hiena, idiotas de categoría tsunami contra los que solo podemos quejarnos y encapsularlos porque no hay vacuna que nos salve de ellos.

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