El tiempo en: Sevilla

Arcos

De la humildad de un pesebre al Amor como el hecho más grande

Pedro Sevilla pronunció un pregón navideño que consiguió que el público se retratara en él. Abrió su particular libro de la memoria para soñar el Belén que siempre imaginó

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  • Pedro Sevilla durante su hermoso pregón. -
  • r.

En el patio del Casino Círculo de la Unión se preparaba la zambomba de las fiestas, inundando de olores navideños todo el conjunto monumental de Arcos. A eso, un buen hombre daba su particular versión de la Natividad, resucitando cuantos recuerdos pudo vincular a la hermosa velada celebrada al abrigo de la parroquia de San Pedro Apóstol. Otro Pedro, Pedro Sevilla, daba este año el pregón oficial en una noche en la que se echó en falta el frío de otros años, propios de estas fechas, pero tanto la meteorología como el pregonero quisieron que el público asistente entrara rápidamente en calor.


Poco antes, las palabras de bienvenida de Antonio Bernal en nombre de la Asociación de Belenistas La Adoración, organizadora del acto que contó con la inestimable colaboración de la Delegación de Cultura del Ayuntamiento, y las palabras del presentador del pregonero, José Antonio Benítez.


Pedro Sevilla, aparentemente tranquilo pero con el pellizco que caracteriza a estas citas mientras que se mantenga viva la llama de la ilusión, como es su caso, empezó retratando la Navidad que descubrió siendo un niño: “Sabido es que los niños no viven en el tiempo, sino en la eternidad. El niño no sabe nada de relojes, ni de almanaques, porque su mundo es un mundo hecho no de tiempo, sino de instantes eternos, de una luz de oro puro. Sus abuelos, sus padres, sí gastan relojes, e incluso despertadores, y en los almanaques, a veces, realizan alguna señal o anotación sobre algún día determinado. Pero eso el niño no lo sabe. Lo sabe luego, cuando también él, como sus abuelos y sus padres en su día, es expulsado de la eternidad y tiene que comenzar a tramitar los horarios y los días de la semana. Cuando entra en el tiempo”.


Las vivencias estuvieron siempre presentes: “En la casa de mis abuelos había un reloj que marcaba las horas, y un almanaque, casi siempre con una imagen del Nazareno de San Agustín, patrocinada por Almacenes Porro, donde los adultos de mi casa miraban el día que era para saber cuánto faltaba para la paga del dieciocho de julio o cuando era la misa de difuntos de la vecina aquella que murió..”.


Con guiños nostálgicos hacia el colegio de su infancia: “... ya en el colegio La Salle, sabíamos que llegaba mayo porque los Hermanos nos enseñaban a cantar himnos y a llevar flores a María, que tan hermosa es, o que llegaba el verano porque las clases se nos hacían tediosas y largas. Y sabíamos que llegaba la Navidad porque nos daban las vacaciones de Navidad. Ante estos datos tan incuestionables, nuestra eternidad ya no podía extraviarse, y aunque de forma muy rudimentaria, sabíamos por dónde iba el tiempo...”.


En la búsqueda de sus recuerdos y emociones infantiles, y recurriendo en este caso al villancico: “... Pero profanas o pías, aquellas canciones, en la voz de mi abuela, era la constatación clara de la llegada de la Navidad. Desde entonces, cada vez que oigo un villancico, siento que el niño que yo era navega en sueños envuelto en la pañoleta de mi abuela Antonia, aquella pañoleta negra de tantos lutos, que olía siempre a agua de colonia. A agua de colonia y a alhucema, porque mi abuela se pasaba todo el invierno quemando alhucema en la sarteneja de picón, para que oliera bien la sala y la ropita que nos secaba debajo de la estufa...”.


A partir de ahí, y delante del entusiasta público, fue montando un belén imaginario, o mejor, el belén que una vez soñó siendo niño, con los personajes de su época y de su barrio... “... La estrella de Oriente no sabíamos a qué lado quedaba. El niño está desorientado dentro del tiempo y del espacio y yo no sabía ni por dónde caía Jerez, así que mucho menos iba a saber dónde estaba Oriente. Pero en mi calle teníamos todo el cielo nocturno repleto de puntos de oro. Cualquiera de ellos podía coronar con su luz la escena del Nacimiento.
Vírgenes con niño, propiamente hablando, lo que se dice vírgenes, no teníamos en mi calle, pero si muchas casadas jóvenes, relucientes y recién paridas, con sus  niños de bayeta en brazos. Ya teníamos, pues cualquiera de ellas podía servirnos, a María y a su Niño. San José, el San José viviente de mi Belén, estaba seguramente en la taberna, o trabajando en el campo, pero siempre a mano, así que el núcleo central, el núcleo duro, como se llama ahora, ya estaba montado...”.
El pregonero mostró su admiración hacia el personaje de San José: “Hay, en la iglesia de Santa María de nuestro pueblo, a la izquierda si nos ponemos mirando al altar mayor, una imagen de San José con el Niño que siempre que voy por allí me acerco a verla. San José, pongámonos cualquiera de nosotros en su lugar, también debió de pasarlo mal con la visita de Gabriel a su novia. Un muchacho que no ha rozado ni uno de los cabellos de su prometida, al que se le dice que ella va a dar a luz un niño que va a salvar al mundo, y que él es también imprescindible para la obra. Cualquiera empieza a dar voces, a despotricar contra su novia y se quita de en medio. Sin embargo él acepta, tira para adelante y cuida y cría a su Niño. Quizás por eso la tradición oral y otra suerte de literatura se ha ensañado con él...”.


Pedro Sevilla reflexionó profundamente sobre la Navidad: “..., más que un hecho consumado, es, por tanto, una semilla, una siembra. En ella, con el nacimiento en Belén, se esparce en el corazón de la Humanidad el mensaje más revolucionario jamás contado: ese que podemos concretar en amar a los que nos aman, pero también a los que nos odian, en la necesidad de responsabilizarnos del otro, en la obligatoriedad de ver al otro como algo sagrado. Esa es, a grandes trazos, la Navidad que queremos cantar”.


Después de la reflexión, de nuevo, la ternura: “Pero esto no es toda la Navidad, por supuesto. La Navidad no es sólo costumbrismo, folklore, festividad. No es, ni mucho menos, el consumismo compulsivo y el derroche vano en que algunos quieren convertirla. La Navidad es, ante todo, un acto de amor. Y quizás por eso, porque en ellas se canta al amor, es por lo que sea tan hogareña, tan marcadamente familiar. Porque, ¿no es el amor, aunque no exento de tensiones, el fundamento de toda familia, de todo hogar? Decimos Navidad y pensamos madre. Decimos Belén y se nos viene al corazón toda la ternura. Decimos villancico y un nudo en la garganta nos impide terminar una estrofa que oímos de unos labios ya idos. La Navidad es una candela encendida y la ropa de un niño secándose sobre una silla...”.


Para terminar, deseó a su estilo felices fiestas a los presentes: “Y a ustedes feliz Navidad y que, como decían los viejos, Dios nos ponga su mano encima”.
El acto terminó con un inesperado reconocimiento al eternamente agradecido poeta y escritor Antonio Murciano como mentor del pregón oficial de Navidad, siendo la persona que cada año se viene encargando del nombramiento de las personas llamadas al atril de la parroquia de San Pedro. Murciano recibió de manos de los belenistas y de su presidenta, Carmelita Temblador, un bello presente, como también lo recibieron el pregonero y su esposa ante la presencia del alcalde de Arcos, José Luis Núñez, y otras autoridades.


El broche de oro  a la velada fue la actuación del coro Medialuna, que tras su particular travesía por el desierto, ha regresado a la escena para cantar a la Navidad y a otros acontecimientos. Sus cálidas voces sirvieron para hacer más hermosa, si cabía, una noche presidida por el monumental nacimiento que luce la iglesia de San Pedro Apóstol.

 

A CONTINUACIÓN REPRODUCIMOS LA PRESENTACIÓN DEL PREGONERO Y EL PREGÓN OFICIAL

 

PEDRO SEVILLA Y EL AMOR


Si la obra de Dios se ve y se siente a través de la gente y de las experiencias, y se retrata en los hechos más sorprendes y bellos, diría que a Pedro Sevilla Dios le ha rozado para agraciarle con talento y bondad.

Angelina, buenos días, ¿cómo va ese brazo?
-Bien, ya vamos mejor. Gracias hijo.
Es la breve conversación que mantengo frecuentemente con la madre de nuestro pregonero cuando nos cruzamos por las escaleras del periódico o por alguna calle con nombre de pueblo blanco de las que existen en las inmediaciones de nuestra Cuesta de la Rujana. Cuando hablo con esta mujer veo a su hijo Pedro. Siempre me pone una agradable sonrisa, pero sus ojos son tan profundos como un mal recuerdo. Habla poco, lo justo. Pedro, te pareces a la madre que te parió.


Coincidiendo con la presentación del libro Microrrelatos para leer con los ojos cerrados, de nuestro amigo Antonio Martínez Polo, Pedro me pidió que lo presentara en este pregón. Uno, que peca de excesiva valentía en ocasiones, le dijo que sí, sin pensar en ese preciso instante que presentar a Pedro Sevilla no era cualquier empresa. Y no lo es, en mi caso, por el profundo respeto que profeso a este, sobre todo, buen hombre. Cuando uno comparte presentación o acto público con él o con otros grandes escritores se hace pequeño, casi ridículo, y cae en el complejo.


Me podría limitar aquí, en este momento, a explicarles quién es Pedro, su obra poética, en prosa, sus datos biográficos…, pero no. Prefiero, con el respeto necesario hacia el pregonero y su entorno, descubrir otro perfil de quien hoy canta a la Navidad.

Si abrimos la página 28 del penúltimo número de Arcos Información, la sección Antología que dirige nuestro también amigo Antonio Murciano, nos encontramos a un Pedro Sevilla que anuncia la Navidad desde el calor de la familia y la ternura infantil. Sus nietos anuncian ficticiamente este pregón e invitan a todos los arcenses a venir aquí, a San Pedro, a escucharlo. Evidentemente, no todos los arcenses están aquí, aunque en la casa de Dios todos tengan cabida.

Pero a Pedro no sólo hay que escucharlo, hay que sentirlo y dejarse emocionar por su verso limpio, puro y sincero, en las formas y en el fondo. En más de una ocasión le oído decir que uno es como escribe. En sus palabras, en sus expresiones… uno se delata a sí mismo. Nuestra poesía, nuestra prosa… es nuestro espejo, donde nos reflejamos tal y como somos. Cuando escribimos, a veces sin darnos cuenta, nos desnudamos para despojarnos del disfraz de lo cotidiano. Podríamos decir que el producto literario es la seña de identidad del autor. O, mejor incluso, que el autor es el producto de lo que vive y siente.

Cabría preguntarse cómo se aprende a sentir, si cierto es que la sensibilidad es una virtud y no un defecto que necesita pulirse y educarse. A Menudo solimos oír a personas que aseguran no saber expresar lo que sienten. Pienso que la sensibilidad es una cualidad a pesar de que el cruel mundo nos lance constantemente consignas sobre la competitividad, la fuerza, la resistencia, la agresividad y sobre la trascendencia de lo material frente a lo espiritual.

El mundo interior de Pedro Sevilla es claramente espiritual. Cuando estoy cerca de él percibo que el otro mundo, el que nos rodea y se hace visible en las calles, se ralentiza, incluso se detiene. Es cuando pensamos que una persona nos transmite paz, sosiego. La voz de Pedro es amistosa. Cuando lo oigo, sea en el atril o en una de las fugaces conversaciones que mantenemos, su tono pausado me hace pensar que este hombre es un muchacho que encierra mucho en su innata timidez. Pero ¿es timidez o educación? Pedro tiene esa educación que tristemente llama la atención en una sociedad donde posiblemente cada vez se hable y se escriba peor, y donde el intercambio de palabras comienza a ser un monopolio de las redes sociales, que más que tejer cultura cultivan un lenguaje tan vulgar como carente de personalidad.

A Pedro es difícil, por no decir imposible, oírle una palabra malsonante, una crítica fácil y despiadada, aunque a lo largo de su trayectoria se haya confesado en más de una ocasión como un adolescente cruel en su rebeldía, y posteriormente un escritor sin reparos en el ejercicio de la crítica política y social. Los años han podido calmar la tempestad, la rebeldía entendida como un hecho de confrontación social, y lo han convertido en un ser, si cabe, más inteligente y con mayor capacidad de transformación de las cosas con el único poder de la palabra antes que recurrir a las barricadas de la vida.

He de confesar que nuestro querido poeta e hijo ilustre de esta ciudad Antonio Murciano me comentó en cierta ocasión que cada día que pasaba apreciaba y admiraba más a Pedro Sevilla, y que agradecía en sus adentros que hubiera superado una etapa de rebeldía, en la política e incluso en su percepción de la Iglesia.

Como también he oído a Pedro detestar que alguien se confiese autodidacta, porque considera que uno es el fruto o los restos de su existencia entendida como un conjunto de experiencias.

Ya saben ustedes que enviar crismas navideños es una costumbre en claro desuso; que los e-mails, los twiter, facebook y otras herramientas modernas le han comido terreno a la pluma y al papel. Sin embargo, en la redacción del periódico solemos recibir algunos crismas que por unos segundos nos llenan de alegría; de la alegría de pensar por un instante que somos alguien para otras personas. De esos crismas, hay uno que me llamó la atención y que recordaré siempre con cariño. Lo envió el Grupo de Alcohólicos La Peña. Es fácil de recordar por la portada en relieve, con un árbol de Navidad multicolor y un toque andaluz con algunos lunares. Pero es también fácil de recordar por la cantidad de faltas de ortografía. El texto terminaba con un deseo de felicidad para el año nuevo con "b", pero con la mejor intención del mundo. Comento esta anécdota porque, no sé si le sentará bien o no a nuestro pregonero, pero he decir que Pedro Sevilla vela por este grupo y su causa desde sus inicios, como si fuera una especie de ángel de la guarda para estos hombres y mujeres que luchan por abandonar el oscuro mundo del alcohol y otras drogas.

Si las casualidades existen, he aquí a un Pedro vecino de San Pedro; los dos tuvimos también a un cura llamado Pedro por profesor de religión en el instituto, un jornalero y revolucionario que proclamaba la palabra de Dios entre los adolescentes, ¿te acuerdas Pedro?

Nuestro pregonero ha tenido muchas experiencias, viajes de ida y con incierta vuelta; viajes que no se hacen en coche, tren, barco o avión, ni que se contratan en las agencias. La muerte de su padre, la de su hermano, de una hermana, el nacimiento de tres nietos… y su propia muerte como una realidad punzante, en medio de agujas y cables corporales en una aislada habitación hospitalaria. Pero Dios, ese que hace milagros y sobre todo hacernos sentir mejores personas, nos lo quiso devolver sano y a salvo para hacernos felices esta noche y en nuestras vidas.

Aunque está obsesionado con su infinitamente admirado Julio Mariscal, poeta que solía retratar la muerte con gran frecuencia, Pedro ha ido buscando la luz de la vida en su obra como una obligación paralela a la de superar la enfermedad.

En un bonito tú a tú que grabamos para la televisión junto a su amiga escritora Pepa Caro a propósito de este pregón y del próximo de Semana Santa,  Pedro hablaba de una Navidad de sillas vacías, de mesas incompletas. Cierto es: a medida que nos vamos haciendo mayores comenzamos a perder seres queridos: es ley de vida. Como también es ley de vida que otros seres, con su luz y con todo el futuro por delante, nos alegren con su nacimiento.
Por no tener un nieto terco le pusieron Pablo, porque dicen que los pericos son tercos. También dicen que los Pedro son buena gente, y de ello estoy seguro.

Pero si he destacar una bondad más de Pedro, quizás la más importante, es la de amar; amar al prójimo, amar la belleza de las cosas, y no odiar a nada ni a nadie. Siempre halla una explicación para los hechos más desagradables y virulentos; es decir, que siempre ve la parte buena de los sucesos, como si quisiera justificar al hacedor. A Truman Capote le ocurrió con su best seller A sangre fría cuando se metió de lleno en la cabeza del asesino protagonista de su novela. No voy a ponerme ni mucho menos en posición trágica y luctuosa.

Pedro viene esta noche a hablarnos de cosas bonitas, de cosas que nos llenan de gozo el alma en estas navidades: la familia, los recuerdos; de pestiños y buñuelos, de casas de cemento y de conventos antiguos por donde la infancia de un hombre corría; de una abuela guapísima y de las manecillas del reloj, del tiempo que se detiene y del que vuela, del tiempo de antes y del de ahora, del tiempo de los niños y del tiempo de los mayores.


Pero sobre todo viene a hablarnos del anhelo de un día gozar de Dios. Hasta que llegue ese día, él sabe que tenemos que sufrir, viendo, escuchando y sintiendo. Cabría preguntarse si Dios no es un premio.

Ya es Navidad Pedro, hoy, aquí, esta noche en tu barrio. Después vendrán los villancicos, las panderetas y los nietos. Ahora toca acariciar el atril.
Arrúyanos con tu pregón, danos calor humano y háblanos, por favor, del Amor.


José Antonio Benítez.
Arcos, Parroquia de San Pedro,
a 21 de diciembre de 2012

 

PREGÓN DE NAVIDAD 2012

Sabido es que los niños no viven en el tiempo, sino en la eternidad. El niño no sabe nada de relojes, ni de almanaques, porque su mundo es un mundo hecho no de tiempo, sino de instantes eternos, de una luz de oro puro. Sus abuelos, sus padres, sí gastan relojes, e incluso despertadores, y en los almanaques, a veces, realizan alguna señal o anotación sobre algún día determinado. Pero eso el niño no lo sabe. Lo sabe luego, cuando también él, como sus abuelos y sus padres en su día, es expulsado de la eternidad y tiene que comenzar a tramitar los horarios y los días de la semana. Cuando entra en el tiempo.


En la casa de mis abuelos había un reloj que marcaba las horas, y un almanaque, casi siempre con una imagen del Nazareno de San Agustín, patrocinada por “Almacenes Porro”, donde los adultos de mi casa miraban el día que era para saber cuánto faltaba para la paga del dieciocho de julio o cuando era la misa de difuntos de la vecina aquella que murió.


Pero eso, como digo, era ajeno a los niños. El tiempo nos era ajeno porque nosotros éramos eternos, éramos Niños-Dioses que vivíamos en perfecto acuerdo con la luz, con su oro puro. Ese es el motivo, pienso ahora, de que nos sorprendiéramos tanto cuando llegaba alguna fiesta. Nos sorprendíamos porque no la esperábamos, porque no sabíamos que iba a llegar. Estoy hablando de la primera infancia, claro, de la infancia más honda. Luego, aunque todavía en la infancia, pero ya en el colegio “La Salle”, sabíamos que llegaba mayo porque los Hermanos nos enseñaban a cantar himnos y a llevar flores a María, que tan hermosa es, o que llegaba el verano porque las clases se nos hacían tediosas y largas. Y sabíamos que llegaba la Navidad porque nos daban las vacaciones de Navidad. Ante estos datos tan incuestionables, nuestra eternidad ya no podía extraviarse, y aunque de forma muy rudimentaria, sabíamos por dónde iba el tiempo.

El problema era antes, en la primera infancia, cuando no teníamos las referencias del curso escolar. Entonces tenía que guiarme por los cambios de hábitos de los mayores. Por ejemplo, con cuatro o cinco años yo sabía que llegaba la Navidad por los siguientes datos:
Con el frío se me llenaban las orejas de sabañones y me pasaba el día rascándome.
Los basureros llegaban por las casas y entregaban a las mujeres estampitas de un santo negro que se llama San Martín de Porres, con una inscripción que decía “El barrendero de su calle les desea Felices Pascuas”. Mi abuela y las vecinas se metían las manos en el delantal y se sacaban alguna moneda que entregaban al basurero, pidiéndole, eso sí, que no se emborrachara y que entregara el dinero a su mujer, para comprarle ropita a los niños.
En mi casa, que jamás entraba una gota de alcohol porque mi abuelo solía traer la carga hecha de la taberna de Cayetano, se dejaban ver una botella de anís y otra de coñac. Estas botellas estaban prohibidas a los niños, claro, pero no así el líquido dulzón de un frasco de uvas en aguardiente que mi abuela preparaba. Aquel brebaje estaba muy bueno, y nos producía un calorcillo muy agradable en el estómago. Recuerdo que aquellas mañanas yo iba a la escuela de Juan, nuestro querido Juan Apresa, con una euforia que, ahora lo sé, me provocaba el aguardiente, dispuesto a recitar de carrerilla los ríos de España, las provincias de Castilla la Vieja o la tabla de multiplicar del nueve.
Alguna vecina nos traía un plato de pestiños, impregnados de miel, que los niños devorábamos. Y luego, cómo no, la caja de polvorones, con su almanaque dentro, sus papelillos y su botellita de coñac. Los polvorones no nos gustaban demasiado, porque se hacían una bola y se pegaban en el cielo de la boca y no había manera de tragarlos. Los niños éramos más de los alfajores, que además de venir envueltos en papeles plateados, tenían un sabor muy dulce y, sobre todo, no había que despegárselos del paladar con los dedos de la mano.


Pero el dato más impecable, más cierto, más entrañable, consistía en que mi abuela cambiaba todo su repertorio de canciones de cuna con que acostumbraba a mecerme para que me durmiera, o simplemente para abrigarme bajo su pañoleta negra. Si durante el resto del año sus canciones solían proceder del Romancero, del cancionero popular, aquellos peregrinitos que fueron a ver al Papa para que los casara porque eran primos, ya saben: “Hacia Roma caminan dos peregrinos, pá que los case el Papa porque son primos”, etcétera, si durante el año, digo, su repertorio era de peregrinitos y princesas tristes, en la Navidad me adormilaba con la rima de los villancicos y las coplas de Navidad. Aquellas coplas eran, he reparado en ello luego, o muy piadosas y ajustadas a la ortodoxia cristiana, o muy mundanas e incluso procaces. Recuerdo que mi abuela lo mismo me cantaba aquello de “La Virgen se está peinando entre cortina y cortina…” o “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más”, que salía luego con una canción de uno que venía de casa de la querida y la mujer le tiró una silla y él fue al hospital y ella a la casilla. Pero profanas o pías, aquellas canciones, en la voz de mi abuela, era la constatación clara de la llegada de la Navidad. Desde entonces, cada vez que oigo un villancico, siento que el niño que yo era navega en sueños envuelto en la pañoleta de mi abuela Antonia, aquella pañoleta negra de tantos lutos, que olía siempre a agua de colonia. A agua de colonia y a alhucema, porque mi abuela se pasaba todo el invierno quemando alhucema en la sarteneja de picón, para que oliera bien la sala y la ropita que nos secaba debajo de la estufa.


En mi casa no había costumbre de poner el Belén. Éramos más del árbol de Navidad. Mis tías montaban el árbol, poniéndole como base una tinaja, y colgaban de sus ramas unas tiras de papeles de colores, y unas cajitas de cerillos, envueltas en papel plateado, semejando regalos. En la copa del árbol colocaban una estrella de Oriente, también de plata. Más adelante, incluso, lograron iluminar el árbol con unos cables y unas bombillitas de encendido intermitente. Acostumbrados todo el año a la única bombilla de la sala, aquel árbol centelleante nos parecía la feria de San Miguel.
En mi casa no se ponía el Belén pero un día lo montó un vecino nuestro y subí con mi abuela a verlo. Recuerdo que el Belén estaba totalmente tapado, y había que mirarlo a través de un agujero. A través de ese pequeño agujero, con un único ojo pero con el corazón acelerado por la emoción, descubrí al Niño recostado en la paja, a sus padres al lado, a la mula y el buey, las estrellas de oro viejo, el río papel de plata, la nieve de algodón, los pastores, las ovejas, el perro guardián, los Reyes de Oriente y magia, el puente hecho de palillos de diente…
Esto que cuento, mi primera visita a un Belén, debió ocurrir cuando ya estaba en La Salle, cuando era algo mayorcito, porque recuerdo que conmocionado por aquella visión fabulosa, me propuse imaginar un Belén hecho con elementos y personajes sacados de mi calle, del pueblo. Incluso, creo, llegue a escribir una especie de guion teatral. Por entonces yo era ya un niño proclive a la ensoñación, al misterio, a la magia. Por aquel entonces, quizás, yo ya era el  poeta que ahora quisiera ser.
Lo cierto es que me propuse imaginar un Belén en la calle del Molino, con decorados y personajes reales. La verdad es que no me fue difícil. Lo cuento hoy aquí, cuento aquella ensoñación de niño, y junto a ella, a sus personajes y figurantes, hago alguna reflexión que me ha nacido con los años sobre este revolucionario evento de la Navidad, que consiguió dividir en dos el tiempo y hacernos vislumbrar ese reflejo de la eternidad que es el Amor:


Empezaremos, emulando a Juan Ramón Jiménez, poniendo a las entrañables bestias delante. Frente a mi casa estaba la cuadra de Diego el Contero. Era un edificio donde convivían bestias y personas, con infinidad de estancias repletas de paja. Cualquiera de ellas podía servir de aposento para el Nacimiento del Niño-Dios en la calle del Molino. La mula a escoger, claro, porque el Contero tenía borricos y mulos de todos los pelos e intenciones.
Con el buey tampoco iba a haber problema. Próximo al camino de Bornos, en la calzada del cementerio, estaba el Bobo con sus vacas. Apartar un buey y llevarlo a la cuadra, para calentar al Niñocon su aliento era algo facilísimo y sin coste alguno.


La estrella de Oriente no sabíamos a qué lado quedaba. El niño está desorientado dentro del tiempo y del espacio y yo no sabía ni por dónde caía Jerez, así que mucho menos iba a saber dónde estaba Oriente. Pero en mi calle teníamos todo el cielo nocturno repleto de puntos de oro. Cualquiera de ellos podía coronar con su luz la escena del Nacimiento.


Vírgenes con niño, propiamente hablando, lo que se dice vírgenes, no teníamos en mi calle, pero si muchas casadas jóvenes, relucientes y recién paridas, con sus  niños de bayeta en brazos. Ya teníamos, pues cualquiera de ellas podía servirnos, a María y a su Niño. San José, el San José viviente de mi Belén, estaba seguramente en la taberna, o trabajando en el campo, pero siempre a mano, así que el núcleo central, el núcleo duro, como se llama ahora, ya estaba montado.


“El ángel del Señor anunció a María. Y ella concibió por obra del Espíritu Santo”. A la hora del Ángelus, la radio de mi vecina María abría con esta frase del evangelio de San Lucas. El ángel Gabriel fue a ver a la Virgen, le habló del proyecto de Dios, y la pobre muchacha se quedó atónita, sorprendida, atemorizada. Imagínense ustedes a una muchacha judía, virgen, desposada con su primo José, o sea, que los padres de ambos habían decidido casarlos en su día, a la que se le propone nada más y nada menos que albergue a Dios en su vientre. La primera pregunta de María es obvia: “¿Pero cómo va a ser eso si yo no he conocido varón?”. Y luego, aunque no lo dice San Lucas, seguro que se dijo para sí misma: “¿Y cómo explico yo esto a mi familia, a mis vecinos? ¿Qué pensarán de mí? ¿Y qué pensará José?


Durante todo el tiempo en que la Virgen se debate en la duda, está también en duda, en volandas, la obra de Dios. Dios, tododesvalido, anhelante, espera la palabra, el sí, de una muchacha pobre. Dios, que podía haber mandado a su Hijo, que es mandarse a sí mismo, revestido de poderes mundanos, decide hacerlo en el vientre inmaculado de una joven que ahora tiene que decir sí o no, sí o no. Y mientras lo dice, Dios está expectante. Dios, que podía haber venido al mundo sin avisar, cuajado de majestad, decide contar con el Hombre, decide tener fe en el hombre y pedirle su participación. Toda la Humanidad es ahora una muchacha que, por fin se decide, dice sí, y le dice a Gabriel. “Hágase en mi según tu palabra”.
Después del sí de María, ya con la revolucionaria semilla del amor en su vientre, los acontecimientos conocidos, la huida a Egipto, el empadronamiento, la búsqueda de posada, el egoísmo de huerteros y posaderos, la crueldad de los gobernantes, y un portalillo en la calle del Molino, donde sin más acompañamiento que una mula del Contero y un buey del Bobo, viene Dios al mundo para conocer en carne propia el dolor de los hombres, para trascender ese dolor y darle sentido.
La figura de María, la asunción de su cometido de ser el santuario carnal de Dios, no empequeñece sin embargo el papel de José, su desposado, a quien el folklore popular ha tomado por el pito de un sereno y a quien muchos pregoneros ningunean, no por maldad, sino por centrarse en María y el Niño. Hay, en la iglesia de Santa María de nuestro pueblo, a la izquierda si nos ponemos mirando al altar mayor, una imagen de San José con el Niño que siempre que voy por allí me acerco a verla. San José, pongámonos cualquiera de nosotros en su lugar, también debió de pasarlo mal con la visita de Gabriel a su novia. Un muchacho que no ha rozado ni uno de los cabellos de su prometida, al que se le dice que ella va a dar a luz un niño que va a salvar al mundo, y que él es también imprescindible para la obra. Cualquiera empieza a dar voces, a despotricar contra su novia y se quita de en medio. Sin embargo él acepta, tira para adelante y cuida y cría a su Niño. Quizás por eso la tradición oral y otra suerte de literatura se ha ensañado con él. Vayan algunos ejemplos: ese villancico donde se cuenta que en el Portal han entrado los ratones, y al pobre de San José le han roído los calzones, o los gitanos, siempre tan suyos, que cantan eso de “La Virgen como es gitana a los gitanos camela, San José como es gachó, se rebela, se rebela”. Unos menosprecios, siempre cariñosos, es verdad, que el pobre hombre no se merece. Yo me lo imagino tratando de enseñar al Niño en la carpintería, pero sabiendo, y sufriendo, que ese niño no era un niño, sino un Niño, con mayúsculas, que con el tiempo acabaría sembrando amor y clavado en otra madera, en forma de cruz. San José, tan sabio, lo sabía todo y por eso siempre aparece, en tallas y pinturas, con un aire de preocupación, de sombría sospecha. Hoy somos muchos los San José que vemos prepararse a nuestros hijos para un futuro que no vemos claro, y por eso, como él, miramos hacia adelante con aire sombrío, con el mismo aire del santo.

Si Dios no se hubiera hecho carne y habitado entre nosotros, ¿quién creería en Dios? Desde luego seríamos muchos los no creyentes, porque sin el concurso de Jesucristo, que tuvo, como nosotros, infancia y juventud, afectos, dolores, ternura, no entenderíamos jamás la divinidad. O entenderíamos la divinidad como un ente opresivo, sanguinario. Si creemos en Dios es porque lo hemos visto, unos en persona y otros con los ojos de la fe. Si creemos en Dios es porque lo dice un libro que explica su nacimiento, su obra, su muerte y resurrección. Que explica su paso por la vida, su mensaje de amor y de trascendencia, su victoria sobre la muerte.
La Navidad, más que un hecho consumado, es, por tanto, una semilla, una siembra. En ella, con el nacimiento en Belén, se esparce en el corazón de la Humanidad el mensaje más revolucionario jamás contado: ese que podemos concretar en amar a los que nos aman, pero también a los que nos odian, en la necesidad de responsabilizarnos del otro, en la obligatoriedad de ver al otro como algo sagrado. Esa es, a grandes trazos, la Navidad que queremos cantar.
Pero continuemos con el Belén de mi calle: Cada tarde, al sol puesto, volvían por Jadramil, por la colada de Jadramil, las piaras de cabras y ovejas. Nos dejaban en toda la calle un olor maternal, a leche y ternura. Los rebaños pasaban por delante de la cuadra del Contero, así que todo consistía en hablar con el cabrero y pedirle que pasara un  momento con algunas cabras escogidas y con el perro guardián. Los pastores pasarían también, no faltaba más, con sus zurrones y sus bastones, para cumplimentar al recién nacido y a sus atribulados padres.
Teníamos, en mi calle, o en las próximas, todos los decorados belenísticos clásicos: en la calle Romero Gago había una carbonería donde mi abuela compraba el cisco que luego encendía en la sarteneja. La carbonera, para colmo, vestía de negro, porque entonces todas las mujeres viejas vestían de luto, porque a todas se les había muerto alguien, así que aquel recinto era el reino de lo negro.
En contraposición, el calero, con su cal de blanqueo que pregonaba así: “Cal de blanqueo”, alargando el “que”, con su correspondiente golpe de voz, hasta el infinito. El calero era rubio, igual que su borrico, y también pasaba por el Nacimiento que mi imaginación estaba montando.
No nos faltaba nada. Ni el herrero, que le sacaba al hierro efímeras constelaciones en cada martillazo, ni el talabartero, ni la hilandera, que cuidaba su casa e hilaba.
Teníamos y tenemos el río, aunque pasaba algo lejos, por debajo de la Peña, y el puente, más lejano todavía, en el Barrio Bajo, un barrio que, a los niños de San Francisco, nos parecía tan lejos como hoy puede parecernos  Norteamérica.


A mi Belén, por no faltarle, no le faltaba, vaya por Dios, ni esa figurita en cuclillas a la que los catalanes llaman el “cagalet”. Los catalanes creo que los colocan detrás de una fuente, pero los cagalet de mi infancia eran más de irse al cerro de la calle Alta, o al de la calle Gomeles, o a los cortinales de la calle del Sol. Ya se sabe que en aquella época los cuartos de baño escaseaban, así que los hombres se iban al cerro, se acuclillaban, y con su cintillo al hombro y su cigarro encendido, liquidaban sus asuntos a la mayor b

revedad posible. Cualquiera de ellos, cualquier día, podía servir para mi Belén.
De Reyes andábamos escasos, porque todos en mi calle eran jornaleros. Pero cada mañana pasaba por la puerta de mi casa el Rey de los Caracoles, un mendigo rubio, que olía, y no a ámbar, pero que tenía los ojos más limpios que he visto nunca. Los mendigos, si los miráis a los ojos, tienen los ojos como los niños, llenos de asombro y de inocencia. El Rey de los Caracoles, hecho Melchor, Gaspar o Baltasar, da lo mismo, podría entrar un momento y entregar al Niño los regalos.
Regalos al Niño, pueden darlo ustedes por seguro, le habrían llovido, porque la gente de mi calle, aunque pobre, era acogedora y desprendida. Como decía mi abuela, se quitaban la comida de la boca para dársela a otro. Así, al Niño y su madre le habrían llevado los regalos típicos, lo que acostumbran a regalar a las paridas: un kilito de plátanos bien escogidos –dámelos buenos que son para un regalo, decían las mujeres al tendero-, una botella de vino quinado marca “San Clemente”, una lata de melocotón en almíbar, algún trapito para el recién nacido y cosas así. A mi madre, cuando nació mi hermana María Ángeles, le regalaban vino quinado, que luego nos daban a nosotros para las ganas de comer. Recuerdo que, como me pasaba cuando me daban uvas en aguardiente, después de la copita de vino quinado iba yo a la escuela poco contentito, dispuesto a sacar un diez en cada asignatura. Y que no se me olvide hablando de regalos: al Niño no le habría faltado un abriguito de lana, porque el poeta Cristóbal Romero, que ha vendido en su mercería las lanas más confortables y amorosas de este mundo, se habría acercado hasta el portal para resguardar al Niño de todos los fríos de enero.


Este es, queridos vecinos, el Belén que yo imaginé hace cerca de cincuenta años y que hoy, honrado por el cargo de Pregonero que me han otorgado, comparto con ustedes.
Pero esto no es toda la Navidad, por supuesto. La Navidad no es sólo costumbrismo, folklore, festividad. No es, ni mucho menos, el consumismo compulsivo y el derroche vano en que algunos quieren convertirla. La Navidad es, ante todo, un acto de amor. Y quizás por eso, porque en ellas se canta al amor, es por lo que sea tan hogareña, tan marcadamente familiar. Porque, ¿no es el amor, aunque no exento de tensiones, el fundamento de toda familia, de todo hogar? Decimos Navidad y pensamos madre. Decimos Belén y se nos viene al corazón toda la ternura. Decimos villancico y un nudo en la garganta nos impide terminar una estrofa que oímos de unos labios ya idos. La Navidad es una candela encendida y la ropa de un niño secándose sobre una silla.


Y hablando de sillas. Hay sillas vacías. ¿En qué casa, en qué Nochebuena, no hay una silla vacía? La del padre que se nos fue, la de la abuela vieja y sabia, la del hermano joven que se nos murió en los brazos. Hay, todos la tenemos, una silla vacía que nos hace llorar, que nos llena el corazón de tristeza. Pero todo muerto se lleva lo mejor de nosotros y nos deja lo mejor de sí mismo, así que ellos están con nosotros en Nochebuena, aunque no les pongamos cubierto ni le llenemos la copa. Están con nosotros, está lo mejor de ellos y debemos estar alegres. Yo os invito a la alegría en la Nochebuena. Pido alegría para la Nochebuena porque en ella nace, se inaugura, la palabra Amor, común a vivos y muertos. La Navidad es que Dios se hace hombre, que se hace profundamente humano para hacer al hombre profundamente divino. Y el instrumento para esa transmisión de humanidad y divinidad, es el Amor con mayúsculas.


Antes de terminar quiero hacer un homenaje a todos los Pregoneros de nuestra Navidad, que en prosa o en verso vienen cantando cada diciembre este  fenomenal evento. No doy  nombres, porque no quiero ser injusto por olvido. A todos mi agradecimiento y abrazo. Y a ustedes feliz Navidad y que, como decían los viejos, Dios nos ponga su mano encima.

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