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El vendedor de corbatas

"Todo aquello y mucho más habían fortalecido su carácter y ahora caminaba en la gran ciudad de espejismos dorados, como un niño en el salón de su casa..."

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  • Ilustración de Jorkareli. -

No tenía nombre. Su figura resaltaba sobre las demás en el constante vaivén de las aceras. Allá por donde caminara, su tez, bruñida por el sol y sellada por su procedencia, le hacía parecer de manera irremediable diferente.
Era distinto. Provenía del sureste asiático, pero la indeterminación de su nacimiento no escrita en pasaporte ni identidad alguna, hacía más vulnerable la imagen de aquél personaje que, sin el más mínimo rubor ante la atención que desprendía, caminaba con cierto despecho y absoluta seguridad en cada paso.
Su estatura no correspondía en teoría con la zona geográfica que le vio nacer. Más alto que la media, la cabeza sobresalía airosa, teñida de una melena negra, casi azabache, pugnando con la sublime oscuridad de sus pupilas.
Su cuerpo, construido en mil batallas de escasez y penuria, había alcanzado la tersura y fibra del mejor atleta. Su espalda pugnaba, en equilibrio Leonardiano con sus fuertes piernas, alcanzando una proporción, que dibujada, disputaría el círculo de Vitrubio en perfecta armonía con el cuadrado perfecto.
Aquel ser extraño por naturaleza era el foco de las miradas, que a hurtadillas, prendían en él las mujeres y algún que otro hombre de los que, en su camino,  se cruzaban.  No pasaba desapercibida su indumentaria, anárquica pero elegante, resultaba una mezcla que el mejor diseñador de moda hubiera querido imitar para la revista Vogue.
Desprendía tanto impulso al caminar que la acera, atestada de gente, abría paso como el mar ante Moisés en la diáspora. Sin embargo su semblante irradiaba un halo especial, tierno en contraposición con su rocosa figura. Había amabilidad en sus gestos. Una amabilidad amasada en siglos de paciente observación de tantos desastres, naufragios propios y ajenos, injustas represalias policiales en fronteras y noches de viento y lluvia inclemente.
Todo aquello y mucho más habían fortalecido su carácter y ahora caminaba en la gran ciudad de espejismos dorados, como un niño en el salón de su casa en una noche de Reyes. No había rincón que le parara ni duda que frenara sus pasos. Era cierto que había sobrevivido a tanta inmundicia bañada de plata en los oropeles del progreso. El viejo continente sin aprecio y casi a hurtadillas le había admitido, quizá por un despiste o por un accidental cambio de estrategia en la política migratoria, cuyo lapsus no tuvo en cuenta el paréntesis que se creaba y con él la llegada de una nueva vida. Tocado con un sombrero Fedora y chaqueta muy próxima a Blazer, pero sin marca, su brazo derecho se extendía al caminar en un elegante gesto despreocupado, casi inconsciente, haciéndole más llamativo aún. De su muñeca y mano pendían una variopinta y colorista variedad de corbatas, elegantes, vistosas, primaverales como su sonrisa. Nadie era capaz de percibir en el hombre un atisbo del tormento ni la precariedad que habían jalonado sus días desde que saliera de aquél ya distante punto geográfico, huyendo de la barbarie y el sinsentido humano. Dejaba atrás años de desasosiego, desertando de una inmisericorde vida de la cual nunca fue ni sería responsable, sino víctima.
Ofrecía tal contraste su figura con aquellas corbatas, dignas, elegantes, vistosas como flores de primavera, que la atención de los viandantes recaía de forma casi inclemente sobre él. Brindaba una atracción tan irresistible, que aquél día, hasta los Diputados, en aquella mañana de sol irreverente, se paraban ante el inaudito personaje antes de entrar en la sesión plenaria de turno.
La Plaza de las Cortes era un hormiguero de actividad. El orden del día había despertado tanta expectación por el crítico debate sobre la humanización de los procesos migratorios en Europa, que casi había tropiezos entre próceres para acceder al edificio leonado. Había que encontrar un remedio a aquel vergonzoso abandono en el que habían sumido a miles de seres humanos que huían de una muerte segura. Sus cargos corrían peligro. Europa ya no contemplaba continuar ni un día más consentir la demagógica actitud e insensibilidad de un gobierno encabezado por una manada de acólitos inundados por la corrupción.
Aquella mañana, algo cambió en el hemiciclo. Parecía iluminado desde abajo. Desde cada uno de los escaños emergía un luminoso arco iris, una ráfaga multicolor ajena a la voluntad colectiva que convertía los rojos y azules entelados de los sillones y hasta los vetustos balaustres de madera noble, en un jardín estacional y versallesco.
Todos, absolutamente todos, hasta el mismísimo presidente de la Cámara, lucían en su trajeado y escueto disfraz de hombres cabales, una corbata multicolor.

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