Quien esto firma - única espectadora de esta película mexicana de 108 minutos de metraje, escrita y dirigida por Lucía Carreras, muy oscura y siniestramente fotografiada por Iván Hernández, como corresponde a los ambientes en los que se desarrolla y con la música necesaria para resaltar ciertas escenas, de Pablo Cervantes, que solo tiene un pase, a las 16 horas, el sábado y domingo- salió incomodada de su proyección. Pero, desde estas líneas, quiere reconocer que su percepción de esta propuesta no fue la adecuada, pues se centró sobre todo en sus defectos y en lo que entendió como ciertos tics impostados.
Cierto es que no es una película redonda, que contiene bajones de ritmo y algún que otro tiempo muerto, en su noble afán por narrarla con un lenguaje diferente. Y lo logra. Es una mirada de mujer sobre dos mujeres solas e invisibles en un entorno agresivo y hostil, el México DF de todas las corrupciones -la policial incluida, en su presión implacable a la mayor de ellas- que condena a la exclusión socio-económica a dos personas tan valiosas como radicalmente distintas. Excelentemente interpretadas por Ángeles Cruz y Angelina Peláez, que compartieron el Colón de Plata a la Mejor Actriz del Festival Iberoamericano de Huelva. Consiguió también el Premio a la Mejor Dirección.
Una de ellas, con retraso mental en la cuarentena, a quien su hermano y protector ha abandonado, y apenas si entiende el mundo en que vive, pese a que trabaja. La otra, una vendedora ambulante. Ambas, vecinas que no se habían relacionado, pero cuyos caminos se cruzan en un momento de sus vidas en el que la primera se lleva consigo a una bebita, que estaba en la calle aparentemente sola, y la segunda la ayuda a cuidarla, aunque no quiera ser cómplice de ese “secuestro involuntario”.
A través de ellas, Lucía Carreras muestra la geografía de la pobreza más absoluta, de las carencias más insoportables aliadas a la solidaridad, la empatía y la dignidad. Muestra la cara menos amable de las clases más desfavorecidas, que siempre tienen nombre de mujer. Muestra la bondad sin fisuras -inocente en la una, sabia y resignada, pero fuerte, en la otra- de dos soledades desheredadas y el vínculo tan fuerte que crean, ayudándolas a vivir y a seguir adelante. En un país y en una sociedad que las maltrata y no las merece.
La lírica, la épica y la poética están ausentes aquí. Su tono es delicado y contenido, tanto más eficaz por ello. Tampoco la realizadora cae en la tentación de un final feliz tipo cuento navideño. No. Y se agradece su honradez y su coherencia, aunque te deje un poso amargo y desasosegante.
Merece la pena, aunque la cartelera sevillana la haya ninguneado, que se hagan con ella. Merece la pena, merece ser vista.