El primer cajero lo tenía muy a mano; justo debajo de la ventana de mi casa que daba al patio. No funcionaba con botones, sino con gritos. Los que usaba para llamar a mi santa madre para que se asomase y me tirase algo de dinero. Concretamente, alguna moneda, ya que los billetes eran terreno prohibido para los niños.
Con suerte, podían caer (nunca mejor dicho) una o dos pesetas. Como mucho, una de esas grandotas de 2,50, pero ese supuesto no se daba con mucha frecuencia.
El siguiente escalón era el de los duros, que sonaba con más rotundidad que la moneda oficial. Un caso curioso porque, a pesar de tratarse de la misma cantidad, parecía que se hablaba de más dinero cuando se decía mil duros en vez de cinco mil pesetas. En cualquier caso, el marrón de las pesetas y el gris de los duros eran colores tristes, quizá a juego con la época.
La llegada de la democracia, unida a la adolescencia, abrió el abanico de colores. Los veinte duros, por ejemplo, ya parecían tener más brillo. Me refiero, por supuesto, a la moneda, ya que el billete de esa cantidad, en la mayoría de las ocasiones, también tenía una tonalidad que denotaba mucho desgaste a causa del manoseo. En fin, que la moneda se fue imponiendo, poco a poco, al billete.
Ya más mayor, tenía acceso a los billetes, y había varios. El azul de 500 era resultón, pero no llegaba al caché de ese verde de 1.000, que nos alegraba el fin de semana.
Más tarde, conocimos el de 2.000, con un rojo tan bonito que daba la oportunidad de manejar otras alternativas, tales como poder comer, en alguna ocasión fuera de casa o algo mucho mejor: invitar a esa chica que ya empezaba a hipnotizarte con su sonrisa. En algunas ocasiones (sobre todo si ya no vivías en casa, porque tu madre se encargaba de meter en la lavadora a toda prenda de ropa que abandonaba el armario), te volvías a poner un pantalón después de unas semanas y en su bolsillo, agazapado, descansaba un billete de 2.000 que se quedó por olvido en ese rincón. Eso suponía, para los que tuvimos la suerte de vivirlo, una inmensa alegría.
Luego estaba el de 5.000 (ese marrón sí que era bonito), ese del que cuenta la leyenda, con muchas dosis de realidad, que era suficiente para pasar todo un fin de semana y todavía sobraba algo para suavizar la resaca del lunes.
Por último, también conocimos esa combinación de azul y verde que componía el billete de 10.000. Esa, sin duda, se trataba de otra liga. Ya con alguno de ellos te podías plantear hasta realizar un pequeño viaje.
Todo el arco iris cambió con la muerte de la peseta y la llegada (que todavía mucha gente maldice) del euro.
La nueva moneda, mucho más moderna, venía con otro particular abanico de colores. Pero ni la modernidad ni el colorido han calado tanto como lo hizo la añorada peseta.