A la vez que preparaba la presentación del extraordinario libro ‘Los restos del paraíso’ de mi buen amigo Vicente Seguí, mantengo la atención en los últimos acontecimientos del conflicto en ese tan próximo oriente. En ello vengo a recordar unos ensayos de Hermann Hess, sus escritos políticos, que ejercieron una importante influencia en mi forma de pensar. La lectura de su Siddhartha me brindó conocer entonces las siete fases vitales por las que se debe transcurrir. Aquella sencilla obra, me condujo a una más compleja. En el Lobo Estepario aprendí que por lo menos un diezmo de nuestra alma siempre esconde a un licántropo. El relato de Demian me descubrió que toda infancia pierde su inocencia, se separa de un mundo de ensueño, al descubrir que la mentira es la llave que abre la puerta hacia la razón. Hace justo un siglo a Hess se le reconocería con el premio Nobel, entre otras por el libro buscado por mí en ese instante: Sobre la guerra y la paz. Escudriñé, sin éxito, sus hojas más que sepias, intentando reconstruir una reflexión que siempre he tenido presente, y que decía algo así como, para que luchar si éramos felices en nuestra pobreza.
Entonces recordé aquel invierno que tanto llovió, que por el resquebrajado techo supuraban las gotas de agua que caían sobre la manta del estrecho catre asentado en el salón. Una sobrecama de plástico alivió la humedad, pero hacía más difícil conciliar el sueño por la incesante gotera. Al llegar el verano mis padres, mientras parcheaban la cubierta de envejecidas tejas adornadas de coloridos líquenes amarillentos y verduzcos, nos llevaron al campo donde construían una casita piedra a piedra. La vida en el campo estaba llena de sorpresas, de sonidos inigualables y ricos en su diversidad. Los gallos cantaban casi al unísono en la alborada, luego era el turno del trote pesado de los potrillos trabados que iban al río a beber, finalmente en el cencerro de un cabestro abría el sequito de vacas mugientes. Era la sinfonía de cada mañana que como un despertador se unía al grato aroma de la panificadora vecina. Pero el momento de levantarse lo marcaba la voz del aguador. A voz en grito anunciaba que las alforjas de sus mulas portaban cántaros de agua fresca de la fuente de Chorrosquina. Entonces nos apresurábamos con todo tipo de cacharros, desde lebrillos a porrones, desde ánforas hasta las jarras que llevábamos los más pequeños. Lo que recogiésemos era el suministro que tendríamos para tres días, tiempo hasta que volviese el aguador. Hace poco más de medio siglo el suministro de agua era así, sin grifos ni tuberías que los alimentasen. Cuando ahora, por cualquier motivo, nos cortan el agua por unas horas es cuando nos damos cuenta de su vital importancia, pero no apreciamos su gran valor cuando el agua nos impregna de vida a raudales bajo la ducha. A pesar de todo entonces éramos felices.