Arrastrado por este siglo XXI vertiginoso y atroz, uno no alcanza a darse cuenta de la cantidad de prejuicios que acumula. Entre ellos, y los citamos sólo a modo de ejemplo, figuran la certeza de que ceder el asiento en el autobús a una señora de edad es un hábito edificante o la convención que considera inaceptable celebrar con un eructo la llegada de los postres en una cena de etiqueta. Sin embargo, el ser humano no siempre ha sido una criatura tan refinada.
Hubo un tiempo en el que los rapsodas vestían calzas ceñidas y las damiselas se tocaban con un capirote desde cuyo vértice se precipitaba una suave gasa traslúcida. Para los menos avisados, me estoy refiriendo a la Edad Media.
Aquellas gentes compartían con nosotros pasiones, quebrantos y miedos, pero, pese a tales fraternales semejanzas, jamás habrían tomado por un gesto fuera de tono el trueno de un buen regüeldo alimentado por los gases fétidos macerados en unos saludables jugos gástricos. Quizás no estuvieran faltos de razón. Un eructo correctamente expulsado sanea los conductos digestivos y ejerce efectos reconstituyentes sobre el tubo faríngeo. Pero no divaguemos.
Hablábamos del Medievo, unos años duros, tenebrosos, en los que no había lugar para remilgos. Una muestra clara de esa actitud franca y desinhibida del hombre medieval la proporciona su particular sistema de administración de justicia. Ajenos a las finezas del Derecho Procesal, idearon un método que, además de eficiente, venía recomendado por el mejor de los patrocinios de los que pueda disfrutarse: el de Dios en persona. El hallazgo fue bautizado, precisamente, como “el juicio de Dios”.
El procedimiento encontraba en su misma sencillez la cifra de su eficacia. El reo, encadenado y barbado, cual era moda entre los presidiarios de la época, debía superar las pruebas que un malintencionado jurado le imponía para demostrar su inocencia. Una de las modalidades de este ingenioso recurso concebido para la impartición de justicia era aquélla que obligaba al acusado a sostener un hierro incandescente entre las manos. La inocencia de la víctima de tales abusos sólo quedaba acreditada si, tras la ominosa prueba pericial, el metal al rojo no dejaba huella alguna sobre su piel. Tal prodigio, si es que sucedía en alguna ocasión, era la manifestación de Dios, quien abandonaba sus quehaceres cotidianos para exonerar de toda culpa al preso. Ni el Rodríguez Menéndez de los mejores tiempos habría sido capaz de obtener un veredicto de inocencia con semejante sistema procesal.
Dios debe saber, en su omnisciencia, que cuando creó a los humanos del barro no estaba creando a idiotas. Y es que la gente de nuestra especie, desde el grosero hombre medieval al hombre tecnológico del tercer milenio, siempre ha utilizado a Dios como excusa para justificar sus más abyectos desmanes. Argüir que Dios está de nuestro lado confiere empaque y prestigio, amén de ser una estratagema que siempre ha reportado excelentes resultados.
De tales cosas andábamos convencidos hasta que el pasado lunes los periódicos publicaron una noticia que ha de invitarnos a la reflexión. La cosa es que, en nombre de Dios, sendos grupos de religiosos cristianos armenios y griegos ortodoxos se liaron a mamporros en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. La zapatiesta deja algún que otro ojo amoratado y, lo que es más importante, una duda teológica irresoluble: en una trifulca entre hombres de Dios, ¿de qué lado está Dios?
El asunto no es baladí pues, si tras este revelador suceso, lo natural es que comencemos a dudar de todos aquéllos que dicen hablar en nombre de Dios, también habremos de hacerlo de aquéllos otros que atribuyen sus obras a la defensa de otras verdades supremas.
¿Por qué confiar en aquél que, en nombre de la estabilidad económica, entrega dinero público a los bancos? ¿Por qué creer a quienes, en nombre de la moda y el gusto, decretan que los calcetines blancos no combinan con un par de zapatos de exclusivo diseño italiano? ¿Cómo no recelar de los que, en nombre de la gobernabilidad de las instituciones públicas y la democracia, se conducen como rufianes?.
Los hombres medievales, sencillos y campechanos como eran, no habrían dudado en imprimir su personalísimo toque a las modernas ceremonias con las que se celebran las tomas de posesión de los nuevos alcaldes. Ellos habrían adoptado la precaución de recalentar al rojo el bastón de mando antes de entregarlo al cargo electo.