Enero ha comenzado como siempre, con frío y deudas aplazadas, aunque solo utilicemos el primero como tema de conversación, después de aceptar que hablar del tiempo ha trascendido la mera cortesía durante un viaje en ascensor. La televisión nos ha convertido en expertos en isobaras a falta de nuevas noticias sobre la herencia de Paquirri o más detalles sobre la nueva vida de Iker y Sara en su regreso a Madrid, y pese al reconocido y compartido sentimiento de asquito y vergüenza ajena que emana de las tertulias en las que se trafica con la vida privada de los demás.
La información meteorológica misma, como género televisivo, se ha convertido en uno de esos fenómenos a los que cuesta encontrar explicación, salvo por el justificado anuncio de una ciclogénesis explosiva, un vendaval de aire siberiano o tormentas con nombre de mujer -Filomena a su pesar-. Por lo demás, basan su existencia en convertir en extraordinario lo que no deja de ser una lógica científica aceptada durante siglos, por todo tipo de civilizaciones y el más común de los mortales: en verano hace calor y frío en invierno, época en la que es posible incluso alguna nevada, lo que le concede per se el rango de acontecimiento.
Acabo de ver a un reportero enterrado en la nieve para demostrar las habilidades del sabueso de un equipo de rescate. Será por si nos sorprende una avalancha y anda el perro cerca, puesto que es la única ecuación posible que haría útil el ejercicio práctico. Pero hay más compañeros haciendo méritos en la arriesgada misión de informar, entretener y experimentar los estragos del temporal en sus propias carnes a falta de una mejor exclusiva -léase drama-, o de algún incidente inesperado e inexplicable, como que la lluvia volviese hacia arriba, o cualquier otro hallazgo no descartable en televisión, que es capaz, como la política, de hacer posible lo imposible, y, a diferencia de la segunda, hasta de lograrlo.
Claro que, en estos momentos, el de “imposible” es un término en deconstrucción tras los inverosímiles altercados acaecidos en Washington. Decía Hitchcock que quienes criticaban sus películas por falta de verosimilitud eran tipos “sin imaginación”, y por las escalinatas del Capitolio ha corrido a raudales, salvo por el hecho de que no se trataba de un espectáculo de ficción, sino de una turba al dictado de a quien le basta con apretar el botón rojo para mandarnos a todos al mismísimo. Los guionistas de
Spitting Image supieron anticiparse a esa posibilidad en los 80, cuando retrataron a Reagan confundiendo el botón lanzamisiles con el del despertador, pero hasta el expresidente que martirizó nuestra infancia con terceras guerras mundiales o de las galaxias nos parece ahora un tipo de lo más sensato en comparación con Trump.
En cualquier caso, Donald y Filomena no dejan de ser meras distracciones en medio de una pesadilla de la que es difícil despertar, incluso con el antídoto en la mano, como si solo sirviera para envolver la pesadilla con otra nueva, que es a lo que nos hemos dedicado desde el final del verano. Porque lo de las nuevas restricciones está muy bien, tras la dispensa navideña durante la que hemos gestado la tercera ola, pero parece increíble que con la solución en la mano nos tomemos tanto tiempo en implementarla, como si en vez de inyectar dosis se estuviesen desactivando bombas, y no se trata de elegir entre el cable azul o el cable rojo, sino de pinchar en un brazo y vámonos que nos vamos.
Si la solución pasa por poner las vacunas, no se entiende que los gobiernos sigan sin echar el resto; es decir, contratando a más enfermeros para que ayuden a dispensarlas, implicando a los médicos en el dispositivo si es necesario y pagando las horas extra que hagan falta para que fines de semana y festivos no se interrumpa el mayor y más decisivo operativo humanitario de nuestra historia, ya que, a este ritmo, será difícil alcanzar los muy optimistas porcentajes de inmunización colectiva a los que se aspira de cara al verano. No parece imposible afrontar el esfuerzo. No finjan un imposible. No pedimos que la lluvia vuelva hacia arriba. Solo más manos.