Gracias a Joan Manuel Serrat, allá por 1969, los jóvenes de entonces nos enteramos de que existió un poeta llamado Antonio Machado al que él charnego homenajeó poniendo música a varios de sus poemas en un disco para la historia. Una de esas coplas se titula La saeta y su primera estrofa dice: ¿Quién me presta una escalera para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno?
Hoy día, el poeta sevillano, si en lugar de vivir en un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero, tuviera que afrontar mes a mes el pago del recibo del piso que compró hace unos años, cuando los bancos daban dinero solo con enseñar el carné del paro, escribiría: ¿Quién me presta mil cien euros para pagar la hipoteca, y dejar tranquila un tiempo a mi mujer Mari Pepa?
¡Cómo cambian los tiempos! Ni siquiera el porrón de millones de euros que las reservas monetarias mundiales depositan a demanda en las cajas de los bancos, ha servido para recuperar mínimamente la agilidad económica perdida. El asunto de los préstamos se ha complicado de tal manera que, si no avalan tu crédito Amancio Ortega y las nóminas de toda tu familia, se te pone la cara agria por no poder hacer ese viaje de ensueño a Sri Lanka, o no poder comprar esa tele LG OLED de la que Matías Prat sale por la pantalla, entra en el salón de tu casa, se hace un selfie contigo y vuelve a su mesa del telediario.
Ya los bancos no le dan dinero a Pedro, Felisa, Rafael o Teresa. No. Nuestros nombres no valen para nada. Ni siquiera el director puede ayudar a ese amigo que, confiado en su afecto, acude a él con la certeza de salir del banco con los billetes en el bolsillo. Ni hablar. Aquel omnipotente patrón del negocio ya solo se limita a cuidar del funcionamiento logístico de la oficina y asegurarse de que los empleados piquen a su hora. De lo demás se encargan las máquinas. Máquinas impasibles e insobornables. Programadas desde el limbo cibernético de las finanzas para arriar manteca solo a aquellos que tengan el riñón bien cubierto y que ganen diez veces más de lo que piden. El resto salimos bastante borrosos en la foto. Las máquinas son las que mandan. Son las demoledoras de tus quimeras. Ellas computan los datos que se les facilitan, hacen un cóctel vertiginoso de ratios y ecuaciones inclementes y responden inmediatamente. Y si la respuesta es no, ya no hay trapicheo posible que valga. Tu amigo el dire se ve impotente ante el despiadado decreto del cornudo artefacto. Se lamenta por la usurpación de su soberanía, y se acuerda de aquellos tiempos mejores donde la concesión de un préstamo era la principal atribución de su jerarquía. Tú tratas de consolarlo y truecas los papeles echándole un brazo por encima del hombro como el que da un pésame, apiadándote de su desventura. Concluido el acto de condolencia con el infortunado banquero, vuelves a tu realidad. Sales de la oficina del banco con un sentimiento de pobreza que te sentarías sin pensarlo dos veces junto al primer pedigüeño que te encuentres en el camino.
Adiós Sri Lanka y Matías Prat. Ya no podrás hacerle siquiera un arreglito de chapa y pintura a tu quinceañero Hyundai, ni cambiar de color las paredes de tu casa porque los pintores no fían. En tu pesaroso soliloquio recapitulas.
El director jodido, yo jodido, el de los viajes jodido, el Mediamar jodido, el chapista jodido y el de las brochas jodido. Todos por culpa de una máquina ramera, creada justamente para eso. Joderte.
Llegas a casa, tu mujer te pregunta que tal el préstamo y tú respondes.
Para terminar pronto Marí Pepa. Machado tuvo toda la suerte del mundo al vivir en un patio de Sevilla.