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¡Disparen, sólo son números!

Cuentan que la noche antes de la ejecución de un militar enemigo capturado, en la cantina del acuartelamiento, el oficial al mando del pelotón de fusilamiento, entre vasos de ron y en un arranque de sinceridad etílica...

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Cuentan que la noche antes de la ejecución de un militar enemigo capturado, en la cantina del acuartelamiento, el oficial al mando del pelotón de fusilamiento, entre vasos de ron y en un arranque de sinceridad etílica, preguntó a uno de sus subordinados, un joven soldado raso que al día siguiente debía apretar el gatillo de su fusil, “¿Quieres saber cómo se llama al que vas a liquidar mañana?”.

Cuando nos nombran, nos individualizan, que es el principio para tratarnos como personas. Los números, en cambio, transforman a los seres en cantidades, en estadísticas tan frías como para ser manejadas sin que quienes lo hacen sientan qué late tras ellas. El primer paso para extirparnos la humanidad y dejarnos como un disfraz abandonado es convertirnos en números. Es algo que sabían bien los cerebros nazis que planificaron el atroz Holocausto, tatuando los antebrazos de los prisioneros judíos con un número, como si fueran cabezas de ganado. En los productos de consumo aplican otra variedad para estandarizarlos, el código de barras, tras cuyos barrotes gráficos agonizan las formas tradicionalesdel comercio, en las que medio kilo de aguja de ternera era mucho más que una bandeja etiquetada que pasar por un lector láser; detrás había un hermoso entramado de relaciones e interacciones personales.

En esta maldita crisis nos han tatuado un número, hemos sido convertidos en códigos de barras, todo para despersonalizarnos y poder tratarnos a su antojo como estadísticas indoloras e inodoras, al menos para ellos. Son burócratas de la frialdad, que pontifican sobre los peligros de la prima de riesgo y las convulsiones en los mercados, justifican recortes y nos salvan del Apocalipsis de un déficit público desbocado, nos muestran sin rubor a nuestros padres e hijos contenidos en gráficas de evolución del paro y camuflan la pobreza en diagramas multicolores. Encienden las alarmas ante la posible quiebra de un banco privado y nos explican, como si fuésemos imbéciles, que no podemos permitirlo, aunque el coste sea perder nuestros ahorros o centenares de desahucios. Pero nadie se alarma por el drama de los números; las cifras no sufren, los porcentajes no lloran, es absurdo que un 6,2 millones pueda sentir angustia o que a un 27,16% le hayan robado la esperanza. Es tan absurdo como utilizar el pronombre personal “le” para referirse a ese porcentaje impersonalizado.

Si sumásemos las declaraciones de estos profesionales de la asepsia, acumularían miles de minutos de cháchara y millones de palabras, con las que, uniéndolas en una férrea cadena que circunvala varias veces el mundo, lo están estrangulando. Billones de combinaciones de sílabas en todos los idiomas, y sin embargo nunca aparece la combinación alevosamente olvidada: “per-so-na”. En sus discursos institucionales, políticos, económicos y financieros jamás hablan de las personas, de esos millones de dramas andantes que se desesperan sin un empleo, que no duermen temiendo perder su vivienda, que sufren al no poder ofrecer un futuro a sus hijos, aterrorizados por la incertidumbre de saber si tendrán atención médica o podrán disponer de su pensión, que se avergüenzan en las colas de los comedores sociales o de buscar ropas de quinta, y hasta sexta mano, que ponerse. Y ellos, los sicarios del nombre, que empuñan revólveres de datos, estadísticas y gráficos para anular a las personas, siguen hablando un lenguaje que nos suena hueco, una jerga demencial que no entendemos ni queremos entender, un argot que ya agota la paciencia de nuestros oídos.

El oficial beodo ahora es invisible, permanece oculto, pero sigue interrogando con malicia al recluta raso, que debe ejecutar a la persona con el arma de los números. Y ese soldado, compuesto por miles de soldados de las estructuras que se amamantan de esta crisis, sigue respondiendo igual que el joven fusilero en aquella cantina: “No, no quiero conocer su nombre, si me lo dice, me dispararé a mí mismo”.

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