Noches en las que el silencio queda sobrepasado por las voces, por los acordes de una guitarra y el estruendoso golpe de una maza en la piel. Las coplas se disparan como flechas en todas las direcciones, unas con una precisión más certera que otras. Emociones tras un telón grana, admiración entre las masas, aplausos y bostezos. La batalla de cantes ha durado un mes, muchas gargantas se quedaron en el camino. Al fin tenemos vencedores y dejan paso al desfile de almas disfrazadas. Bienvenido sea el Carnaval.
El primer viernes de marzo fue el día elegido para la gran batalla final de esta divina comedia. Y comenzó recurriendo a una de las armas más poderosas: la nostalgia. Príncipes encantados, locos víctimas del Levante, legionarios sin legión, niños con mucha clase y hasta momias de juguete. El primer ejército llamado a filas nos atacó al punto débil de la melancolía. Muchos crecimos con sus cánticos de guerra, por lo que sus voces siguen sonando a infancia y a otros tiempos mejores.
Tras haber dejado un campo de batalla alborozado, el combate oficial dio los primeros pasos. Cuatro milicias aún más numerosas arrasaron a golpe de bandurria, otras tantas lo hicieron a base de risas; cuatro más utilizaron el dardo exacto de la palabra y los dos escuadrones embistieron con la ironía y lo absurdo. Trece horas duró el combate. Se bebieron la madrugada entre verso y verso y todo terminó en tranquilidad, satisfacción, alegría y lágrimas a las claritas del día.
Las primeras tropas trajeron cañones con cargas de papelillos y serpentinas. Bombas para los forasteros y para aquellos que no entienden el doble amor a dos ciudades. En el segundo ataque cambiaron cañones por mangueras. El primer escuadrón no consiguió apagar el fuego, sino avivar más aún las brasas que ya empezaban a bullir en la gran caldera roja. El siguiente ejército también se dedicó a quemar la sangre de los asistentes a base de golpes y guasa.
Llegados a la media noche, una avanzadilla del cuerpo marino se bajó desde lo alto del faro para vislumbrar mejor el panorama. "Al fin bajó la marea". Cuerpos que se aman en la negrura y llantos recién llegados a este mundo fueron las balas que utilizaron.
Venecia y Cádiz ya lucharon juntas con anterioridad. En esta ocasión la ópera más gaditana cargó contra los independentistas en uno de sus ataques. En la faceta defensiva se respaldó en disfrutar de la propia batalla. Acabó su turno de partida dejando paso al único pelotón foráneo. Desde el otro lado del peaje y con ritmos latinos aprovecharon la oportunidad al máximo. Un puesto bien defendido. Los marqueses también se unieron en esta larga contienda. Sin armadura y sin más lanza que la de sus propias gargantas. Ataque a la antigua capitana del Cortijo y alegato a la guitarra.
Y de pronto un resquicio de paz. La más hippie, la más liberal y contracultural. La que ha llegado para cambiar los tiempos marcados y ponerlos a danzar con otros sones. Trajeron tras de sí también la paz espiritual, la del retiro y la meditación tibetana desde la que ‘a-doran’ al maestro.
Cambió bruscamente el destino, y “una moneda al aire” fue la única culpable. Pasaban las cinco de la madrugada cuando el destacamento más bárbaro irrumpió en la sala. Quince carnívales dispuestos a devorar hasta la última gota de sangre de la noche. Mordiscos al amor apagado y a la ciudad trimilenaria. En el último arreón de la jornada atacó también una batería del inframundo, que desde el Patio de las Malvas regresó para despertar con la más potentes de las canciones. “Ay, de ti llorona, llorona del Occidente”.
En el fragor de la batalla, desde las profundidades del mar. Una maldición caletera que hace sonar su cuerno de guerra de la manera más señera. Con un capitán que flaquea y que saca fuerzas de todas partes para seguir dando guerra. Llegan los últimos misiles de una larga noche de la formación ‘Arlequín’. Una actuación que más que dejar víctimas resucita a los últimos supervivientes del sueño profundo. Con los primeros rayos del sol todo quedaba saldado. Un año más, la Gran Final del Carnaval de Cádiz se narra como un cuento que se repite cada año cuando llega febrero.